30.8.10

Flandres de Bruno Dumont


En Flandres de Bruno Dumont, la guerra se convierte en arquetipo. El campo de batalla es anónimo, localizable en su analogía con el Medio Oriente, con los conflictos en Irak, Afganistán o Argelia pero inasible literalmente en el contexto actual. A diferencia de sus otros filmes (L’ Humanité o La vie de Jesús) que se desarrollan íntegramente en zonas rurales, aquí Dumont muestra al desierto como escenario del mal, como espacio contrapuesto para la disolución de la contención o represión, es el entorno de la libertad in extremis, donde los personajes afloran su real naturaleza, ya desprovista de la intimidad que da la frondosidad de los árboles. Pareciera que Dumont intenta decir que en este mundo que nos rodea, frío y entumecido, sólo se es libre luego del horror. El afecto se libera tras la barbarie.


Los primeros minutos de Flandres presentan al protagonista, André Demester, un joven granjero que contempla el paisaje de modo pasivo. Camina a lo lejos por sus tierras, diminuto, mimetizado, pero también coloca una trampa para animales o maneja su tractor en su cotidianeidad. Luego, Dumont presenta a Barbre, una amiga de infancia de Demester, el complemento ideal en este desperfecto de la inamovilidad aparente y del silencio. Ambos reflejan una tipología de relación descorporeizada, fantasmal, vacua. Esta pareja se encuentra, camina por los prados en pleno invierno, intercambia apenas algunas palabras sobre la partida de Demester a la guerra y tiene sexo mecánico en medio de los pastizales a pedido de ella.


Luego, Demester y Barbre aparecen en un bar junto a una pareja de novios, Mordac y France (ella, alegoría perfecta del personaje con nombre de país que se mantiene casi al margen de los hechos, como una suerte de testigo), con quienes conversan del próximo viaje a la guerra de algunos hombres del pueblo. En esa velada, Demester rechaza frente a los amigos ser el enamorado de Barbre, palabras que se convierten en desencadenantes del resentimiento de ella, quien se va con el primer desconocido que ve en el bar, Blondel. Este rechazo público es el detonante del triángulo amoroso de carácter seco y difuminado.


Como los personajes bressonianos, Demester se muestra impávido ante las situaciones que resultan denuestos, ante los devaneos de Barbre (la mujer que aparentemente ama) y Blondel, quien también irá a la guerra con él, en el mismo batallón. Los hombres a la guerra y la mujer se queda a la espera de sus amantes. Situación que invita a precisar las intenciones de Dumont de tomar la sinécdoque como recurso fílmico (el muy bressoniano “la parte por el todo”) para hablar de modo abstracto de la guerra y el amor.

En Flandres es fácil pasar de la tranquilidad y monotonía del campo a los terrenos infértiles y violentos de la guerra. En una escena se ve a un grupo de hombres enrolarse con naturalidad, como lo irremediable y ordinario, tras un llamado militar, y en el siguiente plano se ve a dos soldados de un pelotón peleando (el francés pelea con el migrante) ya en un arenal mientras Demester y sus amigos celebran y se divierten. Es como si Dumont asegurara que no hay necesidad de un entrenamiento para el horror, se está preparado para lo inmediato: sus personajes van de Flandres a la guerra como si nada hubiera cambiado, van con su misma humanidad apesadumbrada y vaporosa. Por ello, no es gratuito escuchar una pregunta serena para Demester de boca de un amigo vecino: “¿Ya sabes dónde queda esa guerra a la que vas?”.

Los primeros planos panorámicos de Flandres exploran en el detenimiento los visos de la vida apacible y la serenidad del trabajo agrario. Dumont describe un territorio sin afán de hurgar en sus fragmentos. El detalle, en realidad, son las personas que lo ocupan, que aparecen insertos en los campos de cultivo, en los bosques o en el desierto de la guerra. Apenas sus movimientos son perceptibles a nuestra visión. Una vez dejado atrás el invierno de Flandres, para dar paso al calor del espacio bélico, entramos a los terrenos de los hombres que pelean, matan, violan, huyen y mueren. A Dumont no le interesa la referencia política, su afrenta es ir más allá: dar su versión de los extremos motivados por fuertes de sentimientos que han permanecido ocultos.

La mirada de la guerra es la visión que Demester tiene sobre ella, donde el azar tienen una fuerza sobrenatural: niños asesinados a los cuales se creía soldados, una mujer árabe violada que volverá con sed de venganza con todo su séquito para torturar o castrar, la llegada rápida de un helicóptero en medio de un tiroteo que se llevará solamente unos cuantos cuerpos sin vida. Mientras Demester busca sobrevivir en ese infierno, Barbre, el arquetipo de mujer del protagonista, se ensimisma, se “enferma de los nervios” y termina hospitalizada en un hospital psiquiátrico. Los hombres van a la guerra y la mujer hacia la locura.

Es significativo aquel plano casi en picado en que Barbre, tras enterarse de la muerte en batalla de Blondel, llora y se muestra descontrolada cerca a la puerta de su casa, mirando hacia arriba, estirándose como para alcanzar el cielo, pero con un desborde e intensidad ausente que no se nota cuando ella mira hacia el mismo lugar mientras tiene sexo con Demester en el bosque. Algo en Barbre se ha transformado pero no sabemos qué. Dumont se niega a explicar de manera explícita cuáles son los motores que mueven las conductas de sus personajes. Porque Barbre ha tenido el mismo viaje interior que Demester. Es como si el camino que lleva a Demester a decirle “te amo” a Barbre fuera similar al del pickpocket de Robert Bresson o al de Bruno frente a Sonia en L’Enfant de los hermanos Dardenne: “para llegar hasta ti qué extraño camino he tenido que recorrer”. La vía de la guerra que sensibiliza o mata.

El día del apocalipsis, bye Romero



Este remake es mejor que la cinta original de George A. Romero. En un pueblo de Iowa ocurre un accidente aéreo militar que produce una infección bacteriológica masiva, haciendo que la gente entre en un estado de salvajismo y violencia (de allí el nombre original The crazies), produciéndose masacres y represión militar. A diferencia de la cinta de 1973, en esta versión de Eisner no hay un acercamiento al lado militar de modo frontal, sino que se centra en los comportamientos y distanciamientos de los pobladores de este pequeño pueblo agrícola, que poco a poco va cayendo en una demencia criminal.
 
El día del apocalipsis (2010) es una cinta que se mueve en el terreno del cine de zombis, sobre personas conocidas que se vuelven enajenadas y brutales a causa de un arma bacteriológica, diseminada por error por el propio gobierno, y que se encuentra en el agua contaminada. Los primeros minutos van a mostrar el protagonismo del sheriff del pueblo David, encarnado por Timothy Olyphant, y de su esposa la doctora Judy, quien está embarazada (Radha Mitchell). Esta pareja, junto al ayudante del sheriff, Russell (Joe Anderson), van a constituir el grupo que va a repeler los ataques, aunque quedé rondando la posibilidad de un contagio.
La ausencia de certeza de contagio entre estos personajes protagónicos es de lo mejor, no sabemos si los ataques de ira y rabia, de defensa, corresponden a una reacción natural o al virus. Todos los personajes son sospechosos de tener una infección.

Este remake resulta efectivo, por los nuevos giros a la historia imaginada por Romero en 1973, tiene buenos momentos de tensión y de imaginario gore, pero sobre todo por el uso de los espacios en campo abierto y por la fotografía cuidada de Maxime Alexandre (la secuencia de la bomba nuclear). Vale la pena conocer la historia de The crazies, mucho más entretenida que la primera versión, sin tanto rollo político y directo al grano.

George A. Romero aparece como productor ejecutivo.




The crazies 1973



The crazies 2010

28.8.10

El exorcismo de Dorothy Mills















El problema con esta cinta es el nombre efectista que se le ha dado para su distribución en esta parte del continente, pero también su argumento trillado, sin sutilezas ni mayores ahondamientos. Si bien Agnès Merlet logró captar interés en películas como Le fils du Requin (1993), versión de un fragmento de Los cantos de Maldoror pero sin malditez, o Artemisia (1997), filme que también se estrenó en Lima en cartelera comercial, con El exorcismo de Dorothy Mills, se pone del lado de los lugares comunes de la venganza sobrenatural. La escuela de Sexto sentido en su peor estado.

Para empezar en la película no hay exorcismos, ni curas pegados a rituales vedados por la iglesia. Lo que hay es un acercamiento al tormento, al enigma de un personaje adolescente en crisis, pero este punto de inicio se desvanece. La Dorothy Mills de espanto no hace ni deshace.

Pareciera que Merlet no quiso soltarse, o no la dejaron. Se nota que El exorcismo de Dorothy Mills es un filme de encargo, sin embargo la cineasta pone de su parte para recrear atmósferas enrarecidas en un pueblo pacato y oscuro de la Irlanda rural, pero eso no basta. Contradiciendo la intención de titular la cinta con el nombre de la protagonista, la pelicula no sabe si ahondar en el retrato de la adolescente con aparente locura, o si hurgar en los recuerdos de la psiquiatra que la atiende: todo queda difuso, esbozado, sólo ideas sin terminar. Es como si Merlet no se librara de la idea de que tiene que hacer una película seria, embellecida, con un argumento sobre posesión, de qualité huyendo del género,  sine embargo termina tomando todos los elementos de las cintas más trilladas sobre fantasmas, qderrubando cualquier atisbo de originalidad. Merlet deja de lado todas las posibilidades que hubieran hecho de esta cinta una experiencia distinta sobre pueblos enloquecidos, sobre curas escabrosos, sobre fanatismo religioso o patologías psiquiátricas.

Lo mejor es la bellísima Carice van Houten, la elección de Jenn Murray como la niña/mujer poseída y la dirección de arte. Lo peor, es que ya nos sabemos el cuento. La vuelta de tuerca resulta impuesta y moralista, un discurso de androginia (buuu, los hombres son muy pero muy malos). Ya no hay pueblos pequeños de verdaderos infiernos.

27.8.10

Love exposure de Sono Sion



Nunca he ocultado mi predilección desaforada por el cine fantástico y de acción asiático, así que no me siento culpable de contar que estuve dentro de una sala de cine por casi cuatro horas, viendo la última obra de arte que hizo el no menos polémico Sono Sion. Cuatro horas de un tirón (sin salir al baño, sin claustrofobia).

He seguido con afán de adolescente cada una de sus películas, nada igual que El club del suicidio, una de las mejores cintas de la década, y nada peor entre sus trabajos que Strange circus, quizás la más floja de su filmografía. Sin embargo, Love exposure (2008)me sabe a puro cine, a desparpajo absoluto, a furor teenager en el ojo de la cámara de textura digital, a colmar secuencias con la estética del anime, a llenar la pantalla de estallidos gore estrafalarios, a explosiones de libido inigualables. Sencillamente, desbordante.

La historia de Love exposure tiene como elementos a situaciones políticamente incorrectas dentro de un relato en capítulos que podría tildarse de romance adolescente convencional (de chico que enamora a chica): abuso sexual de menores, travestismo, voyeurismo, parricidios o fanatismo religioso. Al inicio, las primeras escenas nos ambientan en un hogar católico en pleno Tokio, donde una madre, que al parecer sabe que va a morir, hace prometer a su hijo pequeño que se casará si y solo sí la mujer que elija se parece a la virgen María.

Al pasar los años, y tras la muerte de la madre, el padre se hace cura católico, y el hijo es casi un beato y nerd que piensa cumplir la promesa infantil. Pero el padre que ahora es sacerdote se enamora de una mujer estridente, de gustos corrientes, que usa lentejuelas, con la cual forman una nueva familia. Pero la mujer estridente deja al cura, y este vierte toda su rabia en un camino de santidad y redención. Pide a su hijo, a modo de castigo, que se confiese diariamente, pero éste no tiene que nada que decir, salvo que mató a un par de hormigas o que no ayudó a cruzar la pista a alguna anciana. Estos pecados le parecen al padre insignificantes y es debido a esta presión que la vida virginal de Yu, el hijo, cambia y se hace fotógrafo de calzones de chiquillas que caminan por la calle en minifaldas (la manera en que lo hace es absolutamente genial, casi vestido de ninja). Hasta aquí la historia es narrada a modo de drama kitsch, haciendo énfasis en la parafernalia religiosa y en los rituales familiares.

Con el cambio de Yu, Sion desarrolla su historia con evocaciones al Hentai, pasando por el splatter, el gore, las historias de high school, el amor fou, y las coreografías de peleas. De Ravel y Haendel a exponentes del J-pop. “Soy un pervertido con dignidad”, dice Yu, el adolescente protagonista en una de las escenas donde defiende su gusto por el voyeurismo, una devoción que nació para complacer con pecados a su padre, el sacerdote católico. Así, Yu pasa de voyeurista de escolares a pornógrafo, a samurai efectivo, a un falso cura travesti en un show para “otros” pervertidos, en su búsqueda por encontrar el amor de Yoko, la virgen María de su vida, cuasi karateca eficaz que ante diversas crisis decide ser partidaria de una secta llamada Zero. Pero sobre todo Yu es La señorita Scorpion, un personaje femenino que diseña para acercarse a Yoko, su amada, haciendo que ella crea que su enamoramiento sea el descubrimiento de su lado lésbico y la certeza de su odio a los hombres.

Love exposure es completamente iconoclasta, que como en Suicide club, Sion arremete contra todo tipo de culto que enajena y convierte a las personas en autómatas, pero lo hace con su sello de fábrica: adolescentes enloquecidos, furor sexual, y la desmadrada crítica a un Japón mediático y sin rumbo. Pero, como señala el título, es una historia de amor grandilocuente, por ratos frustrado, que poco a poco va encontrando su lugar tras una serie de confusiones.

Resulta hilarante, y sus cuatro horas se pasan como si nada. Por otro lado, estaré a la espera de Lords of chaos, su proyecto sobre la escena black metal noruega, donde incluirá el asesinato del guitarrista del grupo Mayhem en 1993.(Publicado originalmente en Páginas del diario de Satán, abril 2009). 

26.8.10

Grindhouse de Tarantino/Rodríguez

















Grindhouse: dos películas al hilo, una desigual y otra simplemente una delicia para los tarantinianos, completadas con una serie de trailers sumergidos en el gore, el slasher, el trash, la serie B y z.

De llano podemos decir que el Grindhouse fue un fenómeno estadounidense. Toda una maquinaria de la serie B dedicada a proyectar decenas de filmes blaxploitation, del giallo, del sexploitation, del policial o el terror en todas sus variantes, y exhibidas en sesiones dobles, que eran promocionados en avances de par en par también. Ver en una tarde o noche de corrido en algún cine de newyorkino en los setenta Blácula, Invasión of the blood farmers, Savage!, por ejemplo, y otras joyitas del cine más malo del mundo era más que una pasión adolescente. Si Quentin Tarantino y Robert Rodríguez se inspiraron en toda esta sensibilidad que emana una factura barata, diálogos ordinarios, y héroes anodinos (actores protagónicos que no tenían más fama que un extra), aquí no nos queda más recordar aquellos cines de barrio, que proyectaban los refritos de la temporada, donde éramos quizás uno de diez espectadores, sentados en butacas a punto de romperse, donde el proyector nos regalaba su débil luz antes de su último parpadeo.

Es en este imaginario, dentro y fuera de la sala, que surge el proyecto de Tarantino y Rodríguez, que consiste prácticamente en un revival con sello personal. Grindhouse es también un concepto: cuatro trailers ficticios, estética de proyector obsoleto, banda sonora setentera y todos los contenidos posibles de la serie B en cuatro horas de metraje. Planet terror de Rodríguez y Death proof de Tarantino están acompañadas, para dar forma completa al espíritu del género, por los fake trailers dirigidos por Eli Roth (director de Hostel), Edgar Wright (Shaun of the dead) y Rob Zombie (La casa de los mil cuerpos). Este paquete completo ha sido estrenado tal como fue concebido en EEUU y Canadá, mas no en el resto del mundo, donde se dieron estrenos separados.


La intención de estos avances y de los filmes de este díptico tiene que ver más con un homenaje a las cintas que marcaron la cinefilia de ambos directores, que con una recuperación exacta de los motivos de estos subgéneros. No esperemos ver, en Rodríguez por ejemplo, un filme lleno de evocaciones o de discreto manejo de los recursos del gore tal y como se daban en esas épocas, sino un cóctel psicotrónicamente puro, que se desvive por el nonsense y que "rellena" en todo fotograma que sea posible la textura del Grindhouse original.


En este proyecto, los lugares comunes de estos filmes quedan subvertidos: las mujeres ya no son unas ingenuas porristas, que muestran los pechos antes de morir decapitadas o acribilladas sino que ahora tienen nervios de acero, son aguerridas y salvan al mundo de las garras de la estupidez. De otro lado, los hombres siguen siendo héroes pero al final de cuentas van a recibir su merecido. O simplemente su rol heroico de siempre queda en un segundo plano.

Machete y compañía La función doble de Grindhouse comienza con el falso trailer que dirige el mismo Robert Rodríguez, y que debido al éxito ya espera estreno en DVD pero como largo. En este avance, Danny Trejo, actor secundario en filmes como Abierto hasta el amanecer, Con air, La mexicana, entre otros, es Machete, un sicario traicionado por su contratante que, en medio del complot, decide tomar venganza. Machete viene a ser la evocación de los filmes que tenían a limpiadores como protagonistas, y que generalmente tenían un rollo político de corrupción como parte de su argumento (narcos, lavado de dinero, tráfico de todo tipo de capitales) . El trailer, como los otros, manejan grados de hilaridad, y en este caso debido a frases de lo más esperpénticas y que nacen del personaje que encarna Cheech Marín: "Soy un sacerdote y ¿me estás pidiendo que ayude a matar a esos hombres?; "Dios es piadoso, yo no". O como el narrador del trailer que dice "Si vas a matar a Machete para matar al malo, mas vale que te asegures que el malo no eres tú". Quizás este sea el trailer más logrado en cuanto a recrear atmósferas de este tipo. De otro lado, Thanskgiving de Eli Roth es un ejercicio dentro del slasher, con su toque escatológico a ritmo de sintetizadores. Don't de Edgar Wright satiriza más con la onda del Giallo, o con los filmes de Lucio Fulci especialmente. Mientras que la de Rob Zombie, Werewolf woman of the SS, recuerda más a las cintas de Jess Franco y a demás provenientes del sexploitation.


La niebla Planet terror tiene tantos elementos que no resiste una línea argumental lógica, ni una mirada cerrada. Su sello es lo trillado, el desborde, lo alucinado. Rodríguez toma una ciudad sureña y la habita con personajes desquiciados, violentos y excesivos. No hay lugar para los cuerdos en la zona donde se va a esparcir el virus Planet terror. Si todos están enloquecidos de por vida (como en El último hombre de la tierra, The Omega man o Exterminio donde un virus es el contaminante), al volverse zombis el desequilibrio es total.

Si bien Planet terror, es menos explícita en sus referencias, es imposible asociar sus atmósferas al universo de John Carpenter (sobre todo en la banda sonora que compone Rodríguez también) o a cierto giallo, sin la exquisitez de un Argento, ni hablar, pero con la misma pizca de mutilaciones y serruchadas. Hay de todo, bailarinas exóticas, heroínas muy fulcianas o las de alma de cheerleader (inclusive Stacy Ferguson, la vocalista de Black Eyed Peas, en un pequeño rol, como la típica víctima calabacita). Pero pocos podrán olvidar a Cherry Darling (Rose McGowan, la ex de Marilyn Manson), estrenando una ametralladora como pierna, como la protagonista que devuelve al mundo la tranquilidad que merece.


En esta película Rodríguez muestra su cinefilia y las ganas de hacer un disparate puro, sin mayores pretensiones que lograr que el espectador pase su hora y media como su estuviera en una sala de cine como las que él añora. No estamos ante el director de El mariachi y, gracias a dios, tampoco ante el de Abierto al amanecer o Spy kids. A pesar de las críticas desfavorables que ha recibido por este filme, Planet terror ubica a Rodríguez en un lugar donde se le puede dar el beneficio de la duda.

Carretera perdida Death proof es otra cosa. Escapa con seguridad al planteamiento del Grindhouse original para convertirse en un discreto deleite multireferencial, rico en recreaciones, en guiños cinéfilos aunque Tarantino mantenga algunos requerimientos formales que exigen formar parte de este estreno doble.

A diferencia de sus otras películas, aquí Tarantino nos ofrece un relato lineal sobre la cotidianeidad de un grupo de chicas modelos y frívolas que visitan bares y restaurantes, que se verán asustadas por la aparición del demente Stuntman Mike (Kurt Russell), quien maneja un auto a prueba de muerte. Y como en otros de sus filmes, los diálogos sobre nimiedades son el plato fuerte.

Death proof tiene muy poco de los filmes de terror convencionales, si se le quiere asociar al argumento de la de Rodríguez y por tratarse de un Russell como antihéroe del slasher. Su esencia es la acción en estado puro, claro que luego de una hora de acompañar en sus devaneos verbales a cuatro muchachas semiadormecidas.

El filme tiene dos partes marcadas y en la primera reina un ambiente de slasher, aunque no tenga los elementos y la dosis usual. Se supone que Stuntman Mike es un psicótico, que vive frustrado y cumple sus fantasías asesinando a chiquillas sexualmente activas, liberales y sexys. La segunda parte tiene más del cine de acción de serie B, donde Stuntman Mike va a invertir su rol, de ser cazador a ser un simple tipo cazado. Y aquí, las intenciones de Tarantino van más dentro de los códigos de la acción cruda, de los filmes de carreras de autos (gran homenaje a Vanishing point, el filme de culto de los 70, en una persecución histórica y memorable).

En Death proof hay más Black mambas de lo que parece. Es una oda al poder femenino que el Grindhouse original había negado por años. Ocho mujeres, que andan en grupo de a cuatro, en diferentes lugares, siendo un grupo las víctimas y el otro, las vengadoras, sin querer, hacen de este filme una pasarela de bellezas que combinan la ingenuidad, la superficialidad, con la rudeza, la frescura y la rebeldía. Si bien, como ejemplifica bien el ritmo de la canción final de April March (extraída de esa cosa camp llamada But I´m a cheerleader, dirigida por Jamie Babbit), la rudeza puede combinar con lo chic.

En este filme, Tarantino se rememora a sí mismo, haciendo menciones a Kill Bill y a otros de sus cintas, pero también rinde tributo, por ejemplo a través de la banda sonora a momentos de películas de Bert I. Gordon, Dario Argento, Brian de Palma, o de William Friedkin. No son gratuitas las referencias a Russ Meyer en la figura de las chicas, o a Rescate de Nueva York o a The Virginian, en el caso de Russell. El homenaje a Vanishing Point, Bullit, o 60 segundos de 1974, son tan apoteósicas que hacen de Death proof un ejercicio de goce cinéfilo que se agradece. (Páginas del diario de Satán, mayo 2008).

25.8.10

30 días de noche de David Slade










Si bien la segunda película de David Slade, ambientada en un pueblo de Alaska, se basa de manera casi literal en la novela gráfica de Steve Niles y Ben Templesmith, la mezcla de nieve, sangre y claustrofobia cobran cierto halo que recuerdan al director de La niebla y Vampiros.

Pero la relación sólo queda allí, ya que las semejanzas con La cosa, por ejemplo, en la intención de crear un ambiente de terror en un lugar alejado, en medio de la nada, donde indefensos humanos son atacados de manera desprevenida por un tipo de mal, terminan con la rapidez con la que atacan los vampiros, los nefastos antagonistas de 30 días de noche.

Al parecer John Carpenter, en años recientes, se ha vuelto inspirador de diversas películas del género fantástico, por lo que encontramos reminiscencias de su filmografía, para mencionar algunos casos, tanto en Planet terror de Robert Rodríguez como en 30 días de noche de Slade. Pero la idea del director de Hard Candy es ir por otros recovecos, sin olvidar los puntos clásicos del subgénero de vampiros, ya que apuesta por una suerte de liberación del gore que no se ve de manera usual en cierto cine mainstream, lo que no resulta contradictorio sabiendo que ha sido producida bajo la tutela de Sam Raimi.

La materialización del mal es lo que más interesa en 30 días de noche. Poco a poco van apareciendo los vampiros que ya no dan mordisquitos en el cuello como antaño, sino que destrozan yugulares, y deambulan con la mandíbula ensangrentada mientras exhiben un traje de diseñador (imaginario que ya conocemos, pero que aquí igual funciona). Los chorros de sangre trastocan el espacio desolador de la nieve.

En este filme estadounidense la llegada del mal es igual a la irrupción de un grupo de "extranjeros", máquinas de matar, de vestuario sofisticado y que hablan una lengua desconocida, que son opuestos a los habitantes ordenados, sencillos y tranquilos de Barlow, el pueblo de Alaska que será el lugar elegido para la masacre. Como en toda película donde el código clásico es tipo desconocido se enfrenta a tipo bueno, y donde los forasteros rompen con la normalidad, los vampiros de Slade, como los del cómic, rememoran cierto miedo primitivo.

Josh Hartnett, un actor como siempre muy irregular, encarna a un sheriff que se envalentona cuando quiere, y mucho más si se acerca un periodo climático típico, donde los pobladores no verán la luz del sol sino hasta un mes después. Este fenómeno será aprovechado por esta secta de vampiros (que más parece una horda fascista, con líder incluido -un demoníaco Danny Huston-, que en cada diálogo expone su poderío frente a la inutilidad de los humanos), quienes se alimentaran con cuanta persona encuentren. El joven sheriff del pueblo y su esposa (que es también jefe de los bomberos) defenderán a los vecinos con las pocas armas que merece un pueblo donde no pasa nada. Pero como se trata de vampiros "modernos" no hay estaca ni ajos que valgan. Quizá la unión familiar pueda hacer algo por salvar al pueblo del carnaval de sangre.

El guión escrito por Stuart Beattie y Brian Nelson es fiel a la violencia del cómic, pero igual resulta contenida ante la expresividad del trabajo original de Templesmith. Si bien es una carga sobre los hombros tener el corsé de la fidelidad al cómic, Slade maneja muy bien el sentido del suspenso y se apodera de los interiores de las casas, tiendas, laboratorios para crear sensaciones de encierro, miedo o fragilidad. Sin estos ambientes el filme no sería nada.

Como en Exterminio de Danny Boyle, Slade escoge una perspectiva en movimientos rápidos, con planos movidos para mostrar la lucha entre el sheriff y los atacantes, lo que de alguna manera dispersa la puesta en escena que se había concentrado en los golpes de terror a través de las apariciones violentas de los vampiros.

30 días de noche es una cinta sobre vampiros que atrapa, y que a pesar de tener algunos lugares comunes (más lejos de cualquier versión Drácula y más cerca de Blade o Inframundo) logra efectivos momentos de tensión no sólo para los fanáticos del terror o el gore.

24.8.10

Halloween de Rob Zombie


El mal no muere. Es con esta premisa que John Carpenter puso fin a su película en 1978, un hito del slasher y ejemplo de mitificación del psychokiller. Años después Rob Zombie plantea la reconstrucción de esta historia sobre dos noches de Halloween en un suburbio de Illinois, recupera motivos del género a modo de homenaje y agrega su peculiar toque personal, para sellar así la cintan con un final opuesto a la idea del director de Asalto al precinto 13.

Halloween de Zombie está concebida para responder algunos puntos que la cinta original mantiene implícitos. Si en la versión de 1978, a través del paseo de una cámara subjetiva (en uno de los plano-secuencia de uso didáctico más conocido), sabemos que el asesino es sólo un niño de apariencia frágil, vestido de payaso en su noche de brujas, en la versión de Zombie asistimos a una suerte de radiografía cruel del drama personal del Myers-niño dentro de una familia disfuncional. La génesis de su locura está dentro de su hogar y eso es lo que Zombie trata de demostrar en la primera parte del filme a partir de las relaciones interfamiliares: una madre bailarina go-go, un padrastro alcohólico y coprolálico, una promiscua y provocadora hermana y un bebé cuasi olvidado. Allí se ubica Myers, que mata mascotas a escondidas en el baño de su dormitorio, que usa polos con el nombre de Kiss y que es un looser en el colegio por ser obeso, ensimismado e hijo de una striptisera.

Hasta aquí el argumento es invención del mismo Zombie, que funciona como precuela, y es hasta el escape del hospital psiquiátrico la donde el argumento revisita la versión de Carpenter, pero también para añadirle más respuestas a las sutilezas de la cinta original. Sin embargo, Zombie no intenta hacer del todo un remake, sino que organiza de otro modo los pasos de un asesino absolutamente irracional, sin actuaciones calculadas que sí tenía el Myers de Carpenter y lo vuelve una máquina de matar mastodóntica y que nuevamente está a la caza de su filiación.

A la hora del crimen, Zombie es un director de planos cercanos, tal como habíamos visto en La casa de los mil cuerpos o en Devil's Rejects, pero no para auscultar a sus protagonistas, sino para apropiarse milimétricamente de la naturaleza del horror que sus antihéroes ejercen. Bates de beisbol desfigurando rostros o bocas que se abren bajo el agua en su último respiro.

El Halloween de Zombie resulta interesante por sus nuevas acepciones: en las pantallas de TV ya no vemos La cosa de Christian Nyby sino a White Zombie con Bela Lugosi; Donald Pleasence queda en la memoria como el cauto doctor Loomis, y sin embargo ahora aparece en el cuerpo de Malcom McDowell, casi un gurú sobre el tema Myers; y la famosa composición musical de Carpenter comparte ahora secuencias con temas de Nazareth, Rush, Kiss o The Misfits. Si en la película de 1978 atisbamos el rostro de Myers, aquí la escuchamos por primera vez.

Sin embargo, esta tercera película de Zombie pierde por el trueque entre la ingenuidad de una Jaime Lee Curtis por una teenager sin ton ni son (Scout Taylor Comptom), por darle genealogía a la máscara y al overol, o por hacer de la estancia de Myers en el psiquiátrico una obsesión por las máscaras, lo que ya resulta enfático y metonímico.

Aparecen actores secundarios de culto como Danny Trejo (el memorable Machete) o Udo Kier (quien también hace un papel en el falso trailer que Zombie hizo para Grindhouse: Werewolf women of the SS). De otro lado, Halloween está dedicada a Moustapha Akkad, el fallecido productor sirio que hizo una millonada con el Halloween original, al invertir apenas 325 mil dólares, y que recaudó más de 47 millones sólo en EEUU en el año de estreno.

Es difícil igualar la cinta de culto de Carpenter, pero Zombie está convencido que repetir la misma retórica no vale la pena, y por eso genera, como en sus otros dos anteriores filmes, un acercamiento a un mundo familiar decadente y opresivo, sin discreciones, donde la sangre debe correr y donde las niñeras deben pagar su cuota en lugares donde los padres están prácticamente ausentes. El grito final de la víctima como un acto liberador, que afirma que el mal puede eliminarse, es antológico.

23.8.10

Café Lumiere



En Café Lumiere de Hou Hsiao Hsien, Yo Hitoto (una cantante pop japonesa de éxito) encarna a Yoko, una joven periodista que está investigando la vida de un músico, razón por la cual visita cafés de las periferias de Tokio buscando datos. Su mejor amigo es Tadanobu Asano, quien hace el papel de un librero, Hajime, que está enamorado de ella en silencio. Yoko está embarazada de su novio taiwanés, pero decide ser madre soltera y contárselo a sus padres, quienes no logran conectar con ella.

Café Lumiere es un homenaje a Yasujiro Ozu, y así como Yoko está a la búsqueda de los lugares que le ayuden a terminar su investigación, Hou Hsiao Hsien está a la caza de las formas de Ozu, con sus planos fijos, poniendo a los personajes de espaldas a las cámara, usando los fuera de campo y, sobre todo, indagando dentro de la problemática relación entre padres e hijos (explícita referencia a Historias de Tokio). El taiwanés diseña su propio lugar dándole identidad a la idea de cine que quiere conservar, y que Ozu hizo de manera irrepetible.

El filme describe estados de ánimo, colocando la cámara en estos planos fijos pero para capturar ademanes, gestos sutiles, y también busca materializar a través de los movimientos de los trenes, del Tokio de paraderos y calles estrechas, las intenciones de sus protagonistas. Café Lumiere es la historia  de un encuentro, de dos personas, que como los trenes que van y vienen por vías diferentes, se detienen en cada paradero por regla pero sin tener una idea de para qué. Tramos sobre cuentos sobre goblins, de  sueños que se vuelven recuerdos y de la búsqueda de la identidad en medio del devenir.

22.8.10

Encarnación del demonio de José Mojica Marins


Tiene aún las mismas garras por uñas, el sombrero de cura rural y el medallón brillante que pende sobre el típico atuendo negro. Su osadía no tiene límites tanto que llega a mimetizar la figura del cineasta con la del mítico personaje. José Mojica Marins es igual a Zé do Caixão, y su nihilismo llega al máximo a sus más de setenta años dirigiendo, escribiendo los guiones y actuando en sus excéntricas películas. Es una leyenda viva, tanto como si pudiéramos tener cerca a un Vincent Price o ver pasar a un Jess Franco, sólo que pareciera que Mojica Marins está loco, sigue loco e intenta volver locos a los espectadores con sus propuestas de terror satánico, apocalíptico o. aunque suene paradójico, más allá del bien y el mal. Las uñas largas arañan con todo la pantalla.

José Mojica Marins (1936) es el cineasta de fantástico más importante de Brasil, sobre todo porque es un icono del cine trash y del exploitation, del terror, como dirían en España, más “cutre”, y por diseñar un universo autónomo poblado de ritos, sacrificios humanos, muertes descabelladas (que no tienen nada que envidiar a las faenas de Argento o Fulci), y por entregar al imaginario del mal latinoamericano a un personaje como Zé do Caixão.

Se pueden encontrar sus películas en varias páginas de descargas de Internet; tiene una filmografía nutrida, integrada por sus clásicas cintas de terror, las magníficas A medianoche me llevaré tu alma y Esta noche me reencarnaré en tu cadáver (que no tienen nada del estilo involuntario de Ed Wood, simplemente Mojica era intuitivamente ¡genial!), pasando por el cine de zombis, los ingredientes nudistas de Russ meyer, el softcore y el hardcore además. Marins no sólo creó a Zé do Caixão, sino a una galería loca de personajes como el caso de Finis Homini, una suerte de profeta a lo Jesucristo, con traje a lo Las mil y una noches pero salvando vidas por todo Brasil. Dirigió filmes de nombres tan sutiles como Delirios de un anormal, Exorcismo negro, Inferno carnal, 24 horas de sexo explícito, 48 horas de sexo alucinante, entre otras.
 

Encarnação do Demônio (2008) es su última cinta,  donde  vuelve a interpretar, casi cuarenta años después, con evidentes canas, panza, y trotes de la edad, a su extraño Zé do Caixão, el enterrador de muertos frío y calculador, obsesionado con procrear un hijo de estirpe superior (mostrando en su discurso una peculiar interpretación de la voluntad de poder niezstcheana), pero que ahora abandona los poblados rurales del Brasil conservador, para exhibirse en favelas y en callejuelas del inmenso Sao Paulo.

Mojica Marins en Encarnação do Demônio recupera no sólo la figura de Zé do Caixão, sino que inserta fragmentos de A medianoche me llevaré tu alma (1964) y de Esta noche me reencarnaré en tu cadáver (1967) para configurar flashbacks en b/n original como el pasado del protagonista. Luego de salir de la cárcel, luego de ser apresado tal como el final de Esta noche…, el viejo Zé se reencuentra con su mayordomo (Zé no deja de ser una versión misia y desbordada del Drácula de la Hammer) para ocultarse en un cuchitril, para volver a dormir en su ataúd y para continuar con su plan postergado por décadas: ubicar a la mujer perfecta para engendrar a su hijo de estirpe superior, sin ayuda del Viagra.

El filme es hilarante, por mostrarse pretencioso en algunos casos, y se convierte en una suerte de cierre de un periodo emblemático para el cine de horror en Brasil, pero también en una cinta para dar a conocer el universo Mojica Marins para los curiosos o nuevas generaciones. El filme mantiene los mismos elementos que lo han hecho un maestro de lo psicotrónico: visiones esperpénticas del purgatorio, el infierno como desierto, mujeres desnudas y dispuestas a todo, defensa de niños y de los desprotegidos, la muerte cruda de los abusivos, la conformación de un conglomerado de súbditos dark, mujeres hipnotizadas por la descomunal fuerza y sabiduría del Zé.

Pero Mojica Marins también actuó en la brasileña Filmefobia, ópera prima de Kiko Goiffman, que narra el rodaje de un documental sobre una serie de episodios supuestamente reales de todo tipo de personas enfrentando sus fobias a serpientes, ratas, botones, palomas o penes. El conocido crítico de cine brasileño Jean- Claude Bernardet, encarna a un cineasta que simula ser paralítico y obsesionado con ver cómo se enfrentan estos miedos y captar la imagen ideal de la “veracidad” o de la "verosimilitud" de las reacciones, haciendo constantemente, a través de sus comentarios, analogías con el arte de filmar una película o con los niveles de representación que prodiga el cine. Mojica Marins se encarna a sí mismo, y comenta a modo de testimonio la naturaleza de de las fobias. Su intervención es memorable, ya que analiza, por ejemplo, ell terror de un tipo hacia las ratas y le da un significado de carácter freudiano, ya que a la “víctima” le da una erección mientras los roedores lo acosan.

En el 2009, Mojica Marins sigue en forma y ya amenaza con comenzar el rodaje de El devorador de ojos, a la que ha denominado su película más salvaje e impactante. Habrá que ver. (Publicado originalmente en Páginas del diario de Satán, abril 2009).

21.8.10

Otto; or, Up with dead people de Bruce LaBruce

El canadiense Bruce LaBruce es uno de los impulsores del queercore u homocore, pues su cine se centra en una visión poco convencional de la homosexualidad, que mezcla ideología punk y skinhead, y algún tipo de rollo político "revolucionario".

LaBruce (seudónimo de Justin Stewart) ya ha dirigido seis largometrajes, donde conviven las fronteras con lo pornográfico, el documental, el humor negro, la violencia y el terror. Entre sus filmes aparecen títulos como The Raspberry Reich, Hustler white, No skin off my ass o Super 8 ½, presentadas en festivales internacionales de cine gay. En un BAFICI pudimos ver su filme Otto; or, Up with dead people (2008), cinta a la cual su autor ha denominado como una "película gay zombi melancólica".

Otto… es un paseo bizarro y delirante por el mundo del subgénero de los zombis, pero esta vez estos no-muertos (todos bellos skinheads) ya no buscarán arrancar sesos o morder yugulares sino encontrar cualquier orificio que facilite sus intenciones (hay una escena memorable de una penetración por una herida en el torso).

El héroe de LaBruce es un adolescente zombi gay con problemas para recordar su pasado (Otto), ante lo cual se muestra susceptible y triste en las calles de Berlín, pero es ayudado por una cineasta llamada Medea, quien está buscando actores para su nuevo filme (Up with dead people), cuyo argumento narra la convocatoria de un grupo de zombis gays entrenados para acabar con los reaccionarios del mundo. Con este despegue, el canadiense juega con dos trayectos narrativos, el de Otto en su viaje identitario, y el de Medea, en la construcción de su filme porno-político-gay.

Otto… está llena de referencias inevitables al cine de zombis, pero como el personaje es un ser en el limbo, LaBruce no hace más que ponerle una cuota sardónica y visceral, donde puedes encontrar escenas a ritmo de Antony and the Johnsons, orgías gays multitudinarias, o simplemente a un Otto recogiendo flores como si fuera un nuevo Frankestein perdido en los campos primaverales en las afueras de Berlín.

20.8.10

Sorum de Yoon Jong-Chan


Suelo quejarme de películas que se promocionan como algo que no son: "la más espeluznante después de Ringu", "más hilarante que Shaolin soccer", "más balas que en Breaking News", pero con Sorum (2001), la ópera prima de Yoon Jong-Chan, sucede absolutamente lo contrario.

Si bien este filme coreano se publicita con el slogan "¿Crees en los fantasmas?" (como reza la carátula del DVD y el afiche publicitario), y puede engañar al espectador que busca escalofríos tipo obras de Takashi Shimizu o Hideo Nakata, Sorum es un thriller psicológico lleno de sutilezas y ambigüedades, de personajes enajenados, alienados y frágiles en situaciones límite, de secretos colectivos que salen a la luz a modo de enigma o rompecabezas, donde no aparece ni un sólo fantasma o hecho sobrenatural. Y la verdad, es una ausencia que se agradece.

Sorum tiene todos los elementos perturbadores de una cinta de terror: pasadizos oscuros en un edificio abandonado y aparentemente embrujado, luces intermitentes que fallan justo en el momento más inesperado, gente que deambula con la mirada perdida y, sobre todo, mucho silencio. Pero Solum es una película que va a ir escapando de esa primera impresión.

Un taxista nocturno acaba de mudarse al departamento 504 del edificio Migum en un barrio del mismo Seúl, donde viven un escritor fracasado obsesionado con el crimen ocurrido en el cuarto del advenedizo, una vendedora solitaria que es golpeada a diario por su marido y una joven profesora atormentada por el suicidio de su novio en el mismo lugar. Todos ellos interactúan muy poco, salvo el taxista y la vendedora, quienes entablan una relación amorosa de lo más extraña, gobernada por el mutismo y el humo del cigarro. Y este es un elemento importante, puesto que no recuerdo otra película donde los personajes fumen tanto, de manera compulsiva y necesaria.

Sorum tiene toda la atmósfera de la desolación, de la decadencia y el individualismo extremo y aturdido, donde los espacios abiertos y silvestres inclusive se ven pervertidos por la humareda del cigarrillo, no a la manera estilizada de los fumadores de Wong Kar-Wai, sino como recurso para tapar el lento transcurso del tiempo. No se habla en Sorum pero sí se fuma: una manera del horror vacui.

19.8.10

El inefable cine de Koji Wakamatsu




A sus 72 años, dando un giro menos duro a los motivos de su trayectoria de halo subversivo y de exploitation, Koji Wakamatsu vuelve con Caterpillar(2010), una obra sobre el choque emocional de una mujer que se resiste a su esposo, un soldado mutilado en la segunda guerra mundial. Espero verla pronto, mientras tanto, un repaso a parte de su descomunal obra.

Como último deseo antes de la muerte, una mujer desnuda y crucificada por unos yacuzas, en medio de unos matorrales, reclama la cola de perro que su enamorado ha dicho tener. Un estudiante voyeur y devoto del onanismo, quien aparenta leer la página policial de los diarios, ve con otros ojos a su hermana mientras ella se ducha con deleite en la habitación contigua. Un grupo de jóvenes militantes comunistas locos por el sexo se acuestan cada noche con la misma compañera debido a un código solidario del partido. Estas escenas extraídas de algunos filmes del director nipón pertenecen al universo extraño que ha consolidado con dos ideas indispensables: el intento fallido de subvertir un orden a través de la política y el de la levedad e inutilidad de las personas que intentan el cambio.

El cine de Koji Wakamatsu (nacido en 1936) tiene como eje todo un imaginario político de guerrilleros, militantes enardecidos, que empatan con la frivolidad de chicas go-go, de la locura de las estrellas del rock, o que encajan simplemente con personajes en apariencia común y corriente pero con un lado oscuro que explotar.
La biografía de Koji Wakamatsu dice que luego que saliera de su ciudad natal, Wakuya, en su adolescencia, se fue a Tokio para adherirse a una familia de yacuzas, donde conoció de cerca diversas actividades ilegales, situación que lo llevó tras las rejas. Pero ya dentro de este ambiente es que realiza sus primeros contactos con las productoras. Es recién en 1963 que logra dirigir su primer filme, Sweet Trap, un éxito de taquilla que lo llevó a dirigir veinte cintas más hasta 1965. Pero dirigir este tipo de películas no ha sido nada fácil para Wakamatsu, en la medida que fue perseguido por la censura y vio a sus películas boicoteadas. Pero ¿qué mostraba en sus filmes para recibir tamaño trato? Su cine era promocionado como pinku eiga (filmes realizados, sobre todo, en la década del sesenta y que abordan historias juveniles y rebeldes, con dosis de drogas, de evidente corte erótico, de bajo presupuesto, metraje breve, y donde no se muestran genitales ni el vello púbico) sin embargo, el cineasta “contrabandeaba” sus lecturas sobre la realidad política de su país en medio de modosos desnudos y temáticas de violencia.

Wakamatsu, el anarquista

A inicios de los setenta, el cineasta nipón estuvo en Palestina, acompañado de un amigo del Ejército Rojo japonés, donde conoció de cerca la realidad de la lucha de esa zona, lo que le sirvió de caldo de cultivo para su filme The Red Army: declaration of world war (1971), lo que le ocasionó ser considerado peligroso por sus vínculos con el terrorismo. Su crítica contra la mecánica de las guerrillas o de partidos militantes en extremo aún es su tema de preocupación, tanto que después de más de 35 años realizó un filme de tres horas de duración: United Red Army (2007).
Pero ¿con qué intenciones Wakamatsu llega a conjugar una dupla tan convulsa como el del sexo anodino en apariencia y la política? Al japonés le interesa indagar, aparte de las intimidades de los “revolucionarios”, sobre el universo juvenil desde las polaridades y sus modas, y ninguno de sus filmes escapa a estos códigos, mas bien los utiliza para ponerle su cuota personal: Si en Go go second time virgin (1969), una chiquilla es ultrajada por una pandilla en una terraza mientras un tipo tímido mira todo en silencio, en The embryo hunts in secret(1966) una vendedora es convertida sin mucha reyerta en esclava sexual por su empleado. Sin embargo, en ambos filmes hay lugar para el estallido, la revancha, el repechaje descomunal. El mundo no puede quedar así, ni siquiera en un pinku eiga, pareciera decir Wakamatsu. En situaciones extremas, en medio de diferentes luchas de poder, la vuelta de tuerca, la revelación y el hartazgo es a lo que se tiene que llegar, indefectiblemente.

Tras las proyección de Secrets Behind the Wall(1965) en el festival de Berlín de ese año, Wakamatsu fue considerado por el periodismo de su país como una vergüenza nacional, ya que era visto simple director de cine malo y erótico y se veía mal que representara a Japón en tal evento internacional de prestigio. Secrets…es una experiencia como pocas: al inicio se ve a una pareja que hace el amor pegajosamente a las luces de un afiche de Stalin, mientras ella dice una docena de veces que se “muere” por la cicatriz de su amante en la espalda (aparecen sobreimpresiones de la bomba de Hiroshima). Luego el filme toma como eje los avatares de un vecino voyerista y pervertido.

De otro lado, Ecstasy of the Angels(1972) es la anarquía sexual total revelada en el accionar de una guerrilla (como en United Red Army) que roba explosivos en una base militar norteamericana, y que luego se ve afectada porque todos los integrantes llamados Otoño, Lunes o Viernes, se pelean por el botín, muriendo en el intento y desatando una euforia sexual. Ni qué decir de Violent virgin o de Violated angels, ejemplos de rodajes rápidos (¡se hacían en tres días de filmación y se editaban en uno!) pero también de un cine violento, donde el rojo de la sangre poco tenía que envidiar a la textura del rojo mate de “Vencedor”.

En un BAFICI, en una conversa con los espectadores tras la proyección de Sex Jack, filme sobre unos jóvenes revolucionarios obsesionados con el sexo, y ante la pregunta de cuál era el sentido estético de su viraje del blanco y negro al color en algunas escenas de sus filmes (algo muy característico en su cine), Wakamatsu dijo que el asunto no tenía una respuesta complicada: “Si paso del blanco y negro al color no es porque yo haya tenido pensando un efecto estilístico, o una manera diferente de contar, sino que es porque simplemente me encontré un rollo de color por ahí, en esas épocas de los setenta eran carísimos y como no quería dejar de usar el color, pues metí un rollo. Eso era todo”. Una idea que parece fuera de circulación en su nueva Caterpillar, que va por otros caminos, más oscuros e intimidantes. (Publicado originalmente en la revista Freak out).

17.8.10

La séptima víctima de Mark Robson




Este estilo de narrar la neurosis y el miedo ya no existe. Cuando el productor Val Lewton corrigió el esbozo de un posible filme sobre una huérfana que escapa de su asesino por el relato de la muchacha inexperta que busca a su hermana mayor desaparecida en los contornos de un culto satánico en Nueva York, apostó por las posibilidades expresivas que le daba lo impreciso y lo escabroso dentro de la “urbe”. Escenarios de estudio que simulan calles enrevesadas, fábricas sombrías que atemorizan en la noche, vagones del metro solitarios y veloces para personajes inquietos y enigmáticos hacen de La séptima víctima (1943) una obra personalísima y extraña de modo abrumador.

Hace tiempo que no me veía sometida a argumentos en apariencia ligeros pero hondos y ambiguos sobre la naturaleza del mal, el control de la muerte, el amor trágico entre mujeres y la dicotomía típica entre transparencia y densidad. Inclusive puede verse esta ópera prima de Mark Robson (hasta ese momento asistente de montaje de Robert Wise) como una sensata antecesora de los universos paralelos de David Lynch, sin que suene a exageración. El final de La séptima víctima debe ser una de las odas al absurdo más sublimes que haya visto.

La exacerbación de las sombras, el temor a la oscuridad, los ruidos amenazantes, los símbolos y los diálogos raros fueron parte de los recursos que empleó la maquinaria Lewton en las más de diez cintas indispensables del terror y el fantástico que produjo para la RKO en los años cuarenta (como las de Jacques Tourneur), pero que en La séptima víctima (1943) cobran una sutileza y sugestión ya hoy olvidadas.

¿Por qué me parece tan importante esta cinta de Lewton y por qué esa peculiaridad por darle el papel preponderante al productor antes que al director? No cabe duda que Lewton pasó a la historia del cine por defender un estilo de hacer cine con escasos recursos económicos pero con grandes afrentas retóricas: causar el miedo no tiene por qué ser un ejercicio para ingenuos. Su figura reconocida como amante de la literatura y de la filosofía le permitieron echar mano a un entorno de la truculencia basado en terrores existenciales y mundanos que me parecen algo sofisticados para la naturaleza de los filmes de bajo presupuesto que se presentaban en aquella época. Un filme sobre el suicidio, la persuasión malsana, el culto satánico y el amor lésbico requirió de todo un tratamiento sigiloso y astuto, que sólo el ojo de Lewton pudo resguardar. Se dice, por ejemplo, que La séptima víctima duraba más de los 70 minutos con los que se estrenó (se quitaron cuatro escenas que le daban linealidad y coherencia), pero que Lewton redujo para poder ser catalogada como serie B y para que Robson, al ser un director desconocido y debutante, pudiera dirigir sin presiones. De allí la razón que la película resulte inconexa, de cortes y transiciones descabellados y antojadizos.

Una adolescente es retirada del internado donde estudia para que ubique a su hermana, quien desde hace meses ha dejado de pagar la pensión. Es así como Mary Gibson (una debutante Kim Hunter) llega a Nueva York, directo a la fábrica de perfumes que regentaba su hermana Jacqueline (una hipnótica Jean Brooks), lugar donde además nadie sabe de ella. Tras una serie de indagaciones, Mary descubre que su hermana pertenece a una secta satánica llamada “Los paladistas”, una suerte de grupo masónico y de élite del cual vive huyendo. Jacqueline es acusada de revelar la existencia de la secta a su psiquiatra, el Dr. Judd, razón por la cual debe morir.

Los primeros minutos del filme revelan que no se trata de una experiencia usual. Ya me lo había advertido la voz de Martín Scorsese en Val Lewton: the man in the shadows, el documental de Kent Jones sobre este extinto productor que vi hace algunos años y que me mostró postergada ante esta obra desconcertante. No es casual que uno de mis cineastas favoritos, Kiyoshi Kurosawa, se confesara en ese documental adepto a las manías del claroscuro y los efectos del color en la simulación del miedo (más reconocibles en Kairo) y las insinuaciones lewtonianas, que se pueden notar en su estilo de entidades sugeridas.

"I run from death, and death meets me as fast, and all my pleasures are like yesterday" son los versos metafísicos de John Donne que forman al comienzo el paratexto ideal sobre lo irremediable, y que son mostrados a modo de inscripción en un vitral mientras un grupo de muchachas salen al recreo tomadas de la mano y conversando en el internado donde estudian. Es en este contexto que aparece Mary Gibson, quien va a recibir la noticia de la desaparición de su hermana Jacqueline, y a quien debe buscar en Greenwich Village. Este espacio cerrado de mujeres se va a ir abriendo una suerte de filme de aprendizaje, donde una chica inexperta “sale al mundo” a buscar a su hermana mayor y única pariente, quien está ausente casi más de la mitad de la película, para luego transformarse en una cinta sobre satanismo con atmósfera de cine negro. La conversación cómplice entre la profesora y Mary, donde la primera le dice que es mejor salir de la escuela y no volver , enfrentar al mundo, muestra un tipo de acercamiento que las mujeres tendrán a lo largo de la cinta y que muchos amantes de esta ópera prima asumen como guiños lésbicos, que nunca quedan del todo claros hasta la escena en que Frances (la rubia Isabel Jewell) se arrebata desconsolada ante el “inducido” suicidio de la inasible Jacqueline, la persona que ama.

Tras algunas pistas, Mary llega a una habitación que ha alquilado su hermana hace algún tiempo. La casera le dice que jamás ha entrado y que quizás guarde allí cosas. Al romper la cerradura, Mary se muestra sorprendida ante lo que ve: una silla y una soga atada que cuelga del techo. Este es el motivo, el del riesgo de la muerte, de la locura, de las preguntas sin respuesta, que la irán llevando hacia los terrores de su hermana. El ingreso al mundo satánico recuerda un poco al manejo posterior que hiciera Roman Polanski en El bebé de Rosemary sobre el arraigo social del culto, pero que en la manera de mostrar los modos de pensar (credo por la no-violencia) se acerca más a la originalidad en la representación de La noche del demonio de Jacques Tourneur.

La séptima víctima tiene momentos memorables: el ingreso secreto a la fábrica de cosméticos y la muerte del detective, el baño de Mary bajo la ducha mientras conversa con la sombra de Mrs. Redi a través de la cortina (que rememora Psicosis de Hitchcock), el acoso de los Paladistas para que Jacqueline se suicide (en una escena formidable del uso del claroscuro gracias a un estupendo Nicholas Musuraca), la persecución final y el encuentro de Jacqueline con Mimi (Elizabeth Russell de La mujer pantera, quizás haciendo el mismo papel, razón por la que muchos fanáticos asumen que se trata de una “precuela”, idea afianzada por la presencia del personaje del Dr. Judd).

En su construcción, La séptima víctima es una película que demuestra la supervivencia de un espíritu aferrado a su creación que no se rinde ante una orden que la pudiera descomponer. A Lewton más le valió apostar por una historia tétrica con un final extremadamente metonímico y frustrado en su mensaje, que una historia bien narrada, explícita y de producción A. No sé a ciencia cierta si fue un decisión planificada, pero esos 70 minutos son propios de una agudeza envidiable.

16.8.10

Enemigos públicos de Michael Mann















El cine de Michael Mann no tiene pierde. Esta vez, en Enemigos Públicos, la cámara en mano, la textura del digital y la insistencia de un banjo intervienen como nunca en las secuencias de robo al banco, de fuga o del tiro de gracia al criminal más buscado. Mann apuesta por la cámara que flota, que sigue, que vibra, que captura los nervios en el primer plano, cosa poco común en el cine de gángsteres. Construye un relato redondo dentro del canon del género, con reminiscencias al cine negro, a sus malos por excelencia, desde la sola mención a Cagney o el guiño en el montaje paralelo en la secuencia final con “Manhattan Melodrama”, haciendo que Depp tenga el mismo bigote y osadía que Clark Gable. Un gángster es un gángster.

La historia de Enemigos Públicos es sencilla: Dillinger (Johnny Depp) reúne a un grupo de mafiosos para seguir robando en Chicago con la libertad de siempre, pero el FBI arma un nuevo equipo liderado por Melvin Purvis (Christian Bale), quien no terminará hasta ver al gángster bajo su mira. Sin embargo, Mann no se enfoca en la dicotomía bueno versus malo, como lo puede insinuar el nombre de la película, no existe un duelo face to face como en Fuego contra fuego o Colateral, al contrario, se centra en la figura de Dillinger, en las “estrategias” que usa con amigos ladrones, en sus planes de fuga, en su devaneo amoroso con Billie (Marion Cotillard), en su frivolidad y en su insistencia de outsider.


Mann narra desde el lado ajeno a la ley, no le importa adherirse a la causa de Bale, su nervio está en el espíritu de Dillinger acorde al ritmo de una canción de Otis Taylor, un blues en onda Mississippi, trajinado, para anunciar la acción y las malas intenciones. Este cineasta ha demostrado tener ojo y oído para engranar música en las escenas más temerarias o sinuosas, como en Miami Vice, aunque esta vez ritmos del Estados Unidos profundo sean el hilo sonoro del filme, más allá de las voces de Diana Krall o Billie Holliday que aparecen como motivo amoroso.

La secuencia en que Depp-Dillinger entra a la oficina del FBI sin ser reconocido, inclusive haciendo alguna pregunta a los policías sobre un partido de béisbol, denota como el cineasta muere por su personaje: no sólo es el enemigo público número uno, el más grande mafioso de la historia de EEUU junto a Capone, es el tipo ideal de los bajos fondos dentro del despilfarro, la audacia, la sofisticación, el lujo, que Mann aprovecha y coloca junto a las particularidades de sus otras creaciones (Robert de Niro, Al Pacino, Tom Cruise, Collin Farrel). Enemigos públicos está lejos de renovar el panorama del género pero sí es una gran película, donde existen escenas memorables como aquella en que vemos a un Dillinger atrapado bajo las partículas de polvo al sol.

15.8.10

Jerichow de Christian Petzold














Los minutos iniciales de Jerichow, sexta cinta del alemán Christian Petzold, nos ubican en el lado del luto y de la muerte. Thomas, un tipo, al que se le acaba de morir la madre, es interrogado en su propia casa en medio del campo por un par de mafiosos de saco y corbata. El objetivo: que Thomas les devuelva la deuda millonaria, aunque sea saldada con lo último dejado por la recién desaparecida. Con este comienzo pareciera que el cineasta apuesta por un tenor de cine negro clásico: personajes peligrosos en conversas sinuosas, espacios familiares decantados por la sospecha, cámara estática como testigo de lo que se dice, la sensación de que existe un arma desesperada por salir ante cualquier movimiento raro. Inclusive un halo al Cronenberg de los últimos años (el de Una historia violenta) se deja lucir en los diálogos y ambientes fríos. Pero, conforme trascurre la primera secuencia, el filme adquiere otra esencia.

Jerichow responde al nombre de un poblado al Este de Alemania, donde se va a desarrollar la historia no sólo de Thomas, un ex soldado que aún guarda la forma física y cotidiana de la vida en tropa, sino también de Laura y Ali, una pareja de esposos, ella alemana y él turco, que tienen un negocio familiar de bodegas en distintos puntos de la zona. Tras intuir el hilo de la trama el cineasta tiene intenciones de mostrar un panorama social de esta localidad, tal como sucede con la figura de Thomas, quien tras la muerte de la madre se convierte en un desempleado que sobrevive gracias a cheques de asistencia social, y que luego se conoce providencialmente con el turco Alí, quien es exitoso empleando a decenas de migrantes, desde chinos hasta árabes, y con quien el protagonista entabla empatía.

Thomas es casi un robot, inexpresivo y seco, mientras Ali es el turco bonachón pero terco, que desborda carisma y que tiene la ventaja de una vida cómoda, a diferencia de otros asimilados como él. Pero ya aquí, desde que Ali emplea a Thomas como chofer, el filme se vuelve historia conocida: el empleado que se enamora de la mujer de su jefe, y con la que planea el asesinato perfecto. Pero el asunto no es sencillo, al contrario, ya que Petzold hace una revisitación de un relato ya contado por lo menos tres veces en la historia del cine: la novela de James M. Cain, El cartero llama dos veces.

Laura y Thomas comienzan un romance a escondidas del marido, inclusive en sus narices, lo que recuerda a las adúlteras de los cuentos medievales, ya que Petzold no deja fuera el sarcasmo y el sentido del humor pero en clave seca (es inevitable pensar en la picardía que exhumaban las mujeres infieles en El Decameron de Pasolinni, aunque mi relación parezca antojadiza) en las oportunidades en que estos personajes aprovechan para darse un beso o tener relaciones en el mismo lugar que el esposo.

Si bien la historia a grandes rasgos es vieja conocida, inclusive no tiene comparación con Obsesión de Visconti o con la versión de Tay Garnett, además que el director también es el guionista y toma a la novela de Cain como una leve inspiración, el alemán se encarga de darle un cariz íntimo y centrado en los tres personajes, soslayando la idea de culpa o la desintegración del amor por la acusación que sí tiene la novela o los filmes anteriores. Lo que a Petzold le importa es cómo estos personajes van estableciendo la relación a la sombra de un marido celoso y cómo planean librarse de él. En algún momento la esposa suelta una frase descomunal en brazos de su amante, que hizo reir a la platea: "¿por qué no puede haber amor sin dinero?". Y sin querer queriendo esta es una de las premisas del cineasta: personajes dependientes de una absoluta medida, el dinero. Thomas pierde hasta el último centavo con los mafiosos, Laura tiene una deuda millonaria con Alí, quien asegura que “ha comprado una esposa”, razón por la cual no lo puede dejar nunca.

Jerichow (2009) tiene como contexto a una Alemania de inmigrantes y desempleo, pero que resulta anexa a una historia de amor desdramatizada, que tiene uno de los finales más sorpresivos y bien logrados del cine alemán actual que he podido ver.

14.8.10

Déjame entrar de Tomas Alfredson















Déjame entrar (Låt den rätte komma in, 2008) es la tercera película de Tomas Alfredson y la primera que veo de su filmografía. Se trata de la historia de Oskar, un niño de 12 años, ensimismado, que recorta notas policiales de los periódicos y que es agredido diariamente por un grupo de estudiantes en el colegio, y que hace amistad con su nueva vecina, Eli, una niña vampiro de la misma edad.

El único tópico que existe sobre los vampiros cinematográficos en este filme es que beben sangre. Por lo demás, Eli es una púber abandonada, sin amigos ni familia, que hiede, no tiene frío, que tiene un ayudante, un anciano que le consigue víctimas, y que no tiene ni pizca de glamour de los personajes de Ann Rice o de la estilización de Blade y compañía. Sin embargo, Alfredson aprovecha la oscuridad inherente al vampirismo para adentrarnos en un pequeño suburbio de Estocolmo en pleno invierno a mediados de los ochenta.

Déjame entrar, basada en la novela transgresora de John Ajvide Lindqvist, que no tiene nada que ver con la saga de Crepúsculo, ya que tiene elementos de pedofilia, prostitución, crímenes, etc, es más bien un relato de cómo dos púberes incomunicados rompen barreras personales y se van acercando mutuamente en un clima hostil que se va enrareciendo. Los adultos, profesores, padres o vecinos de la clase obrera viven en ambientes enviciados sin mayores razones, preocupados por la ola de muertes atribuidas a un asesino en serie. Alfredson no hace un filme de terror sino un drama psicológico, donde el tema de vampirismo sirve para expresar algún tipo de enajenación y solipsismo, de soledad e incomprensión. Los vampiros ya no pertenecen a una élite, no tienen títulos nobiliarios y más bien se parecen a homeless, parias u ocupas. 

Es inquietante como el cineasta va sugiriendo este ambiente de adultos envilecido, la escena de Oskar con el padre, en la casa de campo, es implacable. El final es antológico.

1.8.10

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Acerca de mí















Mónica Delgado
Crítica de cine
Lima. Perú.

En la historia de mi cinefilia, no existe una fecha exacta de mi nacimiento frente al écran. Voy al cine desde los cinco años, debido a que mi madre me llevaba por razones que ya no vienen al caso, aunque recuerdo una función en el jardín de infancia de El globo rojo, de Albert Lamorisse, organizada por la galleta Field, el suceso más impactante de mi vida de mandil. Sin embargo, recuerdo el estreno de Duna de David Lynch en 1984, quizás en el cine República, Capitol o Metro como mi momento inaugural, como la explosión, el parto. Sólo sé que era muy pequeña como para ver a Kenneth McMillan con la cara llena de uta levitando o descendiendo sobre un efebo pelirrojo para dejarlo sin corazón luego de una salpicada de sangre en la pared verde. Escena donde Sting aparece de testigo sonriendo ante tanta maldad. Explicación lógica para mi gusto por el slasher, el trash, el gore, la serie B y Z, entre otras delicadezas.

Pero en esta página hay de todo, textos sobre cine que he escrito a lo largo de mi estupenda vida como crítica. Mi labor es hacer, re-publicar, exhumar una crítica por día hasta que se me muera el ojo.