Este estilo de narrar la neurosis y el miedo ya no existe. Cuando el productor Val Lewton corrigió el esbozo de un posible filme sobre una huérfana que escapa de su asesino por el relato de la muchacha inexperta que busca a su hermana mayor desaparecida en los contornos de un culto satánico en Nueva York, apostó por las posibilidades expresivas que le daba lo impreciso y lo escabroso dentro de la “urbe”. Escenarios de estudio que simulan calles enrevesadas, fábricas sombrías que atemorizan en la noche, vagones del metro solitarios y veloces para personajes inquietos y enigmáticos hacen de La séptima víctima (1943) una obra personalísima y extraña de modo abrumador.
Hace tiempo que no me veía sometida a argumentos en apariencia ligeros pero hondos y ambiguos sobre la naturaleza del mal, el control de la muerte, el amor trágico entre mujeres y la dicotomía típica entre transparencia y densidad. Inclusive puede verse esta ópera prima de Mark Robson (hasta ese momento asistente de montaje de Robert Wise) como una sensata antecesora de los universos paralelos de David Lynch, sin que suene a exageración. El final de La séptima víctima debe ser una de las odas al absurdo más sublimes que haya visto.
La exacerbación de las sombras, el temor a la oscuridad, los ruidos amenazantes, los símbolos y los diálogos raros fueron parte de los recursos que empleó la maquinaria Lewton en las más de diez cintas indispensables del terror y el fantástico que produjo para la RKO en los años cuarenta (como las de Jacques Tourneur), pero que en La séptima víctima (1943) cobran una sutileza y sugestión ya hoy olvidadas.
¿Por qué me parece tan importante esta cinta de Lewton y por qué esa peculiaridad por darle el papel preponderante al productor antes que al director? No cabe duda que Lewton pasó a la historia del cine por defender un estilo de hacer cine con escasos recursos económicos pero con grandes afrentas retóricas: causar el miedo no tiene por qué ser un ejercicio para ingenuos. Su figura reconocida como amante de la literatura y de la filosofía le permitieron echar mano a un entorno de la truculencia basado en terrores existenciales y mundanos que me parecen algo sofisticados para la naturaleza de los filmes de bajo presupuesto que se presentaban en aquella época. Un filme sobre el suicidio, la persuasión malsana, el culto satánico y el amor lésbico requirió de todo un tratamiento sigiloso y astuto, que sólo el ojo de Lewton pudo resguardar. Se dice, por ejemplo, que La séptima víctima duraba más de los 70 minutos con los que se estrenó (se quitaron cuatro escenas que le daban linealidad y coherencia), pero que Lewton redujo para poder ser catalogada como serie B y para que Robson, al ser un director desconocido y debutante, pudiera dirigir sin presiones. De allí la razón que la película resulte inconexa, de cortes y transiciones descabellados y antojadizos.
Una adolescente es retirada del internado donde estudia para que ubique a su hermana, quien desde hace meses ha dejado de pagar la pensión. Es así como Mary Gibson (una debutante Kim Hunter) llega a Nueva York, directo a la fábrica de perfumes que regentaba su hermana Jacqueline (una hipnótica Jean Brooks), lugar donde además nadie sabe de ella. Tras una serie de indagaciones, Mary descubre que su hermana pertenece a una secta satánica llamada “Los paladistas”, una suerte de grupo masónico y de élite del cual vive huyendo. Jacqueline es acusada de revelar la existencia de la secta a su psiquiatra, el Dr. Judd, razón por la cual debe morir.
Los primeros minutos del filme revelan que no se trata de una experiencia usual. Ya me lo había advertido la voz de Martín Scorsese en Val Lewton: the man in the shadows, el documental de Kent Jones sobre este extinto productor que vi hace algunos años y que me mostró postergada ante esta obra desconcertante. No es casual que uno de mis cineastas favoritos, Kiyoshi Kurosawa, se confesara en ese documental adepto a las manías del claroscuro y los efectos del color en la simulación del miedo (más reconocibles en Kairo) y las insinuaciones lewtonianas, que se pueden notar en su estilo de entidades sugeridas.
"I run from death, and death meets me as fast, and all my pleasures are like yesterday" son los versos metafísicos de John Donne que forman al comienzo el paratexto ideal sobre lo irremediable, y que son mostrados a modo de inscripción en un vitral mientras un grupo de muchachas salen al recreo tomadas de la mano y conversando en el internado donde estudian. Es en este contexto que aparece Mary Gibson, quien va a recibir la noticia de la desaparición de su hermana Jacqueline, y a quien debe buscar en Greenwich Village. Este espacio cerrado de mujeres se va a ir abriendo una suerte de filme de aprendizaje, donde una chica inexperta “sale al mundo” a buscar a su hermana mayor y única pariente, quien está ausente casi más de la mitad de la película, para luego transformarse en una cinta sobre satanismo con atmósfera de cine negro. La conversación cómplice entre la profesora y Mary, donde la primera le dice que es mejor salir de la escuela y no volver , enfrentar al mundo, muestra un tipo de acercamiento que las mujeres tendrán a lo largo de la cinta y que muchos amantes de esta ópera prima asumen como guiños lésbicos, que nunca quedan del todo claros hasta la escena en que Frances (la rubia Isabel Jewell) se arrebata desconsolada ante el “inducido” suicidio de la inasible Jacqueline, la persona que ama.
Tras algunas pistas, Mary llega a una habitación que ha alquilado su hermana hace algún tiempo. La casera le dice que jamás ha entrado y que quizás guarde allí cosas. Al romper la cerradura, Mary se muestra sorprendida ante lo que ve: una silla y una soga atada que cuelga del techo. Este es el motivo, el del riesgo de la muerte, de la locura, de las preguntas sin respuesta, que la irán llevando hacia los terrores de su hermana. El ingreso al mundo satánico recuerda un poco al manejo posterior que hiciera Roman Polanski en El bebé de Rosemary sobre el arraigo social del culto, pero que en la manera de mostrar los modos de pensar (credo por la no-violencia) se acerca más a la originalidad en la representación de La noche del demonio de Jacques Tourneur.
La séptima víctima tiene momentos memorables: el ingreso secreto a la fábrica de cosméticos y la muerte del detective, el baño de Mary bajo la ducha mientras conversa con la sombra de Mrs. Redi a través de la cortina (que rememora Psicosis de Hitchcock), el acoso de los Paladistas para que Jacqueline se suicide (en una escena formidable del uso del claroscuro gracias a un estupendo Nicholas Musuraca), la persecución final y el encuentro de Jacqueline con Mimi (Elizabeth Russell de La mujer pantera, quizás haciendo el mismo papel, razón por la que muchos fanáticos asumen que se trata de una “precuela”, idea afianzada por la presencia del personaje del Dr. Judd).
En su construcción, La séptima víctima es una película que demuestra la supervivencia de un espíritu aferrado a su creación que no se rinde ante una orden que la pudiera descomponer. A Lewton más le valió apostar por una historia tétrica con un final extremadamente metonímico y frustrado en su mensaje, que una historia bien narrada, explícita y de producción A. No sé a ciencia cierta si fue un decisión planificada, pero esos 70 minutos son propios de una agudeza envidiable.
Hace tiempo que no me veía sometida a argumentos en apariencia ligeros pero hondos y ambiguos sobre la naturaleza del mal, el control de la muerte, el amor trágico entre mujeres y la dicotomía típica entre transparencia y densidad. Inclusive puede verse esta ópera prima de Mark Robson (hasta ese momento asistente de montaje de Robert Wise) como una sensata antecesora de los universos paralelos de David Lynch, sin que suene a exageración. El final de La séptima víctima debe ser una de las odas al absurdo más sublimes que haya visto.
La exacerbación de las sombras, el temor a la oscuridad, los ruidos amenazantes, los símbolos y los diálogos raros fueron parte de los recursos que empleó la maquinaria Lewton en las más de diez cintas indispensables del terror y el fantástico que produjo para la RKO en los años cuarenta (como las de Jacques Tourneur), pero que en La séptima víctima (1943) cobran una sutileza y sugestión ya hoy olvidadas.
¿Por qué me parece tan importante esta cinta de Lewton y por qué esa peculiaridad por darle el papel preponderante al productor antes que al director? No cabe duda que Lewton pasó a la historia del cine por defender un estilo de hacer cine con escasos recursos económicos pero con grandes afrentas retóricas: causar el miedo no tiene por qué ser un ejercicio para ingenuos. Su figura reconocida como amante de la literatura y de la filosofía le permitieron echar mano a un entorno de la truculencia basado en terrores existenciales y mundanos que me parecen algo sofisticados para la naturaleza de los filmes de bajo presupuesto que se presentaban en aquella época. Un filme sobre el suicidio, la persuasión malsana, el culto satánico y el amor lésbico requirió de todo un tratamiento sigiloso y astuto, que sólo el ojo de Lewton pudo resguardar. Se dice, por ejemplo, que La séptima víctima duraba más de los 70 minutos con los que se estrenó (se quitaron cuatro escenas que le daban linealidad y coherencia), pero que Lewton redujo para poder ser catalogada como serie B y para que Robson, al ser un director desconocido y debutante, pudiera dirigir sin presiones. De allí la razón que la película resulte inconexa, de cortes y transiciones descabellados y antojadizos.
Una adolescente es retirada del internado donde estudia para que ubique a su hermana, quien desde hace meses ha dejado de pagar la pensión. Es así como Mary Gibson (una debutante Kim Hunter) llega a Nueva York, directo a la fábrica de perfumes que regentaba su hermana Jacqueline (una hipnótica Jean Brooks), lugar donde además nadie sabe de ella. Tras una serie de indagaciones, Mary descubre que su hermana pertenece a una secta satánica llamada “Los paladistas”, una suerte de grupo masónico y de élite del cual vive huyendo. Jacqueline es acusada de revelar la existencia de la secta a su psiquiatra, el Dr. Judd, razón por la cual debe morir.
Los primeros minutos del filme revelan que no se trata de una experiencia usual. Ya me lo había advertido la voz de Martín Scorsese en Val Lewton: the man in the shadows, el documental de Kent Jones sobre este extinto productor que vi hace algunos años y que me mostró postergada ante esta obra desconcertante. No es casual que uno de mis cineastas favoritos, Kiyoshi Kurosawa, se confesara en ese documental adepto a las manías del claroscuro y los efectos del color en la simulación del miedo (más reconocibles en Kairo) y las insinuaciones lewtonianas, que se pueden notar en su estilo de entidades sugeridas.
"I run from death, and death meets me as fast, and all my pleasures are like yesterday" son los versos metafísicos de John Donne que forman al comienzo el paratexto ideal sobre lo irremediable, y que son mostrados a modo de inscripción en un vitral mientras un grupo de muchachas salen al recreo tomadas de la mano y conversando en el internado donde estudian. Es en este contexto que aparece Mary Gibson, quien va a recibir la noticia de la desaparición de su hermana Jacqueline, y a quien debe buscar en Greenwich Village. Este espacio cerrado de mujeres se va a ir abriendo una suerte de filme de aprendizaje, donde una chica inexperta “sale al mundo” a buscar a su hermana mayor y única pariente, quien está ausente casi más de la mitad de la película, para luego transformarse en una cinta sobre satanismo con atmósfera de cine negro. La conversación cómplice entre la profesora y Mary, donde la primera le dice que es mejor salir de la escuela y no volver , enfrentar al mundo, muestra un tipo de acercamiento que las mujeres tendrán a lo largo de la cinta y que muchos amantes de esta ópera prima asumen como guiños lésbicos, que nunca quedan del todo claros hasta la escena en que Frances (la rubia Isabel Jewell) se arrebata desconsolada ante el “inducido” suicidio de la inasible Jacqueline, la persona que ama.
Tras algunas pistas, Mary llega a una habitación que ha alquilado su hermana hace algún tiempo. La casera le dice que jamás ha entrado y que quizás guarde allí cosas. Al romper la cerradura, Mary se muestra sorprendida ante lo que ve: una silla y una soga atada que cuelga del techo. Este es el motivo, el del riesgo de la muerte, de la locura, de las preguntas sin respuesta, que la irán llevando hacia los terrores de su hermana. El ingreso al mundo satánico recuerda un poco al manejo posterior que hiciera Roman Polanski en El bebé de Rosemary sobre el arraigo social del culto, pero que en la manera de mostrar los modos de pensar (credo por la no-violencia) se acerca más a la originalidad en la representación de La noche del demonio de Jacques Tourneur.
La séptima víctima tiene momentos memorables: el ingreso secreto a la fábrica de cosméticos y la muerte del detective, el baño de Mary bajo la ducha mientras conversa con la sombra de Mrs. Redi a través de la cortina (que rememora Psicosis de Hitchcock), el acoso de los Paladistas para que Jacqueline se suicide (en una escena formidable del uso del claroscuro gracias a un estupendo Nicholas Musuraca), la persecución final y el encuentro de Jacqueline con Mimi (Elizabeth Russell de La mujer pantera, quizás haciendo el mismo papel, razón por la que muchos fanáticos asumen que se trata de una “precuela”, idea afianzada por la presencia del personaje del Dr. Judd).
En su construcción, La séptima víctima es una película que demuestra la supervivencia de un espíritu aferrado a su creación que no se rinde ante una orden que la pudiera descomponer. A Lewton más le valió apostar por una historia tétrica con un final extremadamente metonímico y frustrado en su mensaje, que una historia bien narrada, explícita y de producción A. No sé a ciencia cierta si fue un decisión planificada, pero esos 70 minutos son propios de una agudeza envidiable.
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