6.3.14

Her de Spike Jonze





Por Mónica Delgado

Me parece más cercano a sus intenciones situar a Her entre aquellas películas que describen a hombres solitarios, que ya en la "madurez" de la vida, se muestran desesperados por suplir su soledad y acuden a cualquier figura, artefacto o dispositivo para llenar ese vacío sentimental. En Air doll de Hirokazu Koreeda, un hombre solitario de Tokio convive con su muñeca inflable, objeto que de pronto cobra vida en secreto y que asume un carácter de sujeto, frente al amo que la abandona día a día al irse a trabajar. Mientras que en Tamaño Natural de Luis García Berlanga, esta necesidad del fetiche extremo lleva a Michel Piccoli a ser parte de una alegoría de la alienación, al enamorarse y casarse con su muñeca de goma, y donde la frontera entre el artificio y lo real queda totalmente difuminada. 

No es lo mismo esta suerte de construcción de filiación emocional con este "algo", que sufrir el destino mágico de una conversión que humaniza al objeto, como sucede en filmes como One touch of Venus con Ava Gardner, o en su remake, Maniquí, dirigida por Michael Gottlieb en 1987, como para citar un par de ejemplos de amores extraños. A Spike Jonze le importa poco exponer el drama de su película a partir de la condición del hombre frente a la simbiosis o mímesis con la racionalidad y efectividad de las computadoras (que es mostrado casi maquinalmente en las escenas de inicio en el metro, las calles, las tiendas), que se ve como disfraz, sino más bien para detenerse en ese simulacro del afecto, donde el protagonista, un adulto de cuarenta años, divorciado, que trabaja en una empresa que produce cartas de amor a pedido, encuentra una satisfacción en el desdoblamiento de su soledad, al transportar su yo hacia un sistema operativo llamado Samantha (la voz de Scarlett Johansson), que no es más que una respuesta analítica y psicológica del "background" de su disco duro.

En Her, esta condición del hombre rendido ante su yo disfrazado (que lo complace, sorprende, aliena y seduce) se repite en el entorno, donde amigos aparecen como parte comprensiva de esta nueva "sentimentalidad" normalizada, de personas enamoradas de ilusiones. Por ello, todo este futuro imaginado, ordenado, pulcro, colorido, amigable, apolítico, va a ser un accesorio de este nuevo sentir en soledad, con la apariencia del control de la máquina, que al final de cuentas nunca se fusiona ni complementa.

Está clara la necesidad de Spike Jonze de vestir a su filme con el halo de un cuento de hadas, en esa automatización que pareciera remitir a lo simbólico, o a arquetipos, e incluso a un juego de correspondencias con el personaje de Amy Adams, que tiene una pareja de carne y hueso que poco a poco va desapareciendo, revelando así que no importa la corporeidad o la necesidad de lo físico, en todo caso solo su fantasma y el predominio de lo auditivo.

El problema con Her es que ese mundo del futuro hipersensibilizado, de colores y ritmos de la melancolía, que opaca el reino de la imagen (ante el poder de la oralidad y de la escucha), queda en un marco hueco para una serie de idas y venidas amorosas de baja densidad, cuya tragedia se soporta en decenas de películas románticas para olvidar.