29.8.13

Spring Breakers de Harmony Korine





¿Por qué Spring Breakers de Harmony Korine resulta una película demasiado irregular, y evidencia quizás las debilidades del cineasta que pasaban de lado en sus anteriores filmes amparados en los formatos, o en temáticas nada"mainstream"?
 
Juntar a cuatro chiquillas, entre ellas ídolos pop, sólo podía presagiar un freno ante esa construcción de la adolescencia desarraigada y atrevida que hizo patente en varios guiones y en sus propias películas. Ha viajado desde la radicalidad en los interiores de jóvenes de la clase media adormilada al esbozo del sentimiento en la indecisión de la mesura de muchachas bajo el neón y las drogas sin mayor propósito que el festejo al estilo de un reality de MTV. Aquí, Korine se ubica unos pasos más atrás que en Trash Humpers o que en Gummo o  Julien Donkey-Boy, solo porque hay una imagen más trabajada, menos sinuosa y en un formato también menos tumultuoso que el MiniDV o el Super 8. En Spring Breakers vemos la fotografía de neones y ambientes playeros de Benoit Debie, quien ya ha trabajado antes con Gaspar Noé, lo que le da al cineasta también la seguridad de un formato más convencional, que avala precisamente el perfil de sus protagonistas bajo el pasado de Disney.

Selena Gomez, Vanesa Hudgens, Ashley Benson y Rachel Korine frente a un James Franco metamorfoseado, convertido en un lumpen de Florida adepto a las drogas duras y a las armas. El viaje de cuatro muchachas que acaban de robar para lograr unos días de verano y libertad en las playas lejos del control paterno. Un director que filma los cuerpos en sudor, en drogas, en alcohol, pero que deambula en un guión soso, con problemas de construcción de los personajes (lo que no implica que deba profundizar algún rollo psicológico) y que se deja llevar por soluciones  de folletín.

Korine quiere plasmar el cuerpo y alma del Spring Break, en su decadentismo, en su posibilidad como traducción de la felicidad, y como metáfora del proceso que viven esas cuatro muchachas, que van renunciando poco a poco a ese estadío de frenesí y libertad por el regreso a casa. Sin embargo, va dejando este ambiente de ensoñación de la embriaguez en clave lo fi, o softcore, para ir hacia el terreno del policial pobre, de golpes predecibles y de un final, pues, indigno. Pareciera que el pastiche que aborda al inicio del filme, con Selena Gomez asistiendo a reuniones evangélicas y acariciando la cruz sobre su pecho, se diluye hacia un relato moral, de revancha nonsense en bikini y con resaca.

26.8.13

Sigo siendo de Javier Corcuera





Sigo siendo (Kachkaniraqmi) de Javier Corcuera es una propuesta ad infinitum, un cajón de sastre musical donde habría espacio para todo y todos, donde no queda definido bien aquel "ser" que señala el título, y donde se transita en tres regiones naturales, las típicas costa, sierra y selva bajo el imaginario del canon musical.


Si bien Sigo siendo (Perú, 2013) tiene un comienzo poderoso, con la maestra shipiba cantando en su soledad, y que seguirá apareciendo de modo desordenado a lo largo de la película como una entelequia de la "madre naturaleza", y de la mano del violín de Máximo Damián fundido en el zapateo y cajoneo de los Ballumbrosio en Chincha, Corcuera luego propone una suma dispareja de personalidades y ritmos que van a reflejar incluso estadíos de la historia nacional y memoria personal con tono disonante.
 
Máximo Damián se convierte por momentos en la ilación de esta ruta de presentación de ritmos, desde Cabana hasta Puquio, para luego cederle la posta al también violinista Andrés "Chimango" Lares, a quien descubrimos luego como heladero de Donofrio, mostrando una lectura de "la injusticia" de este mundo lleno de inequidades, bajo un ojo que tiende a continuar la típica problemática de los músicos empobrecidos en un país como el Perú, lo que luce demasiado forzado como interpretación de lo social.
 
Corcuera logra armar el engranaje de las historias cruzadas, una suerte de road movie de lo real donde el músico  tiende a entablar nexos y fusiones, a interpretar sus propias emociones pero también las de una comunidad. Pero lo hace de modo "compartimentalizado", donde la Lima será siempre la ciudad eterna del vals, el pisco y el callejón, donde la sierra será la melancolía, la nostalgia, el culto o rito, el lugar negado y el reinado del huayno, el yaraví, sin carnaval. Y por otro, la selva, el espacio idóneo para la introspección y el respeto a la naturaleza (que mejor ejemplo de ese aislamiento que una cantante shipiba solitaria en medio de una laguna). Ese sigo siendo del título se convierte pues en la defensa de alguna manera de una identidad cerrada, sin intercambios (algo que se pierde de la primera parte, con el logrado episodio de esa fusión tan grata entre el Ande y Chincha, con Máximo Damián liderando un desfile de zapateos negros).
Traducir el epígrafe de Arguedas también como un sencillo tema de "mestizaje" también es otra debilidad, sin embargo, queda menguada la intención por la impecable fotografía, y por una puesta en escena cuidada, donde claramente hay una suerte de niveles: la selva como la espiritualidad y conocimiento, la sierra como espacio de llegada y de lo cultual, y de la costa traducida al limbo del caos, de la pérdida de la tradición pero también de su resistencia. (Mónica Delgado).

25.8.13

El conjuro de James Wan


El conjuro del malayo James Wan es una fábrica de sobresaltos. Uno tras otro, medidos, en los momentos más recurrentes de los tópicos del terror, van a ir armando un relato de demonios y exorcismo con poca creatividad pero acertado ritmo y suspenso.
Wan, como hiciera ya en Insidious (que se llamó en Lima, La noche del demonio) con Poltergeits, su anterior filme, retoma ahora los temas y personajes del imaginario más perturbador del terror, la posesión satánica, la brujería, los médium, el muñeco diabólico, los orbs, las grabaciones, el vómito extremo. Propone el dominio de una casa embrujada sobre sus ruidos, sobre sus espacios a media luz, y sobre todo, desde su vejez ante la llegada de una familia citadina a una finca en medio de una zona rural  de Rhode Island. La casa cruje, golpea, rompe mientras los personajes van a ir también siendo sometidos a una creciente marca física: la madre que ve aparecer moretones en diversas partes de su cuerpo, las hijas que sufren el acoso de fantasmas de humor tétrico mientras duermen o padecen de sonambulismo.  
Wan, el mismo de Saw, se siente mejor en la construcción del miedo en torno al espacio, a los ruidos, al golpe inesperado que cada dos minutos van a ir mellando la unión familiar dentro de la casa embrujada, pero se debilita precisamente en el corazón de la película: el rol de la pareja Warren, un demonólogo y una vidente, plasmando de modo poco acertado esa pequeña historia de afianzamiento marital. Cuando aparecen los Warren parece romperse ese ritmo de la auscultación y las hurtadillas, del entorno psicológico de los personajes y se hace más explícito los motores algo manidos del género.
 

Es inevitable rememorar a El exorcista, Chucky, o incluso a Los pájaros de Hitchcock, sin embargo, pese a todos esos motivos, repeticiones, El Conjuro se vuelve en una cinta de interés, sobre todo en su primera hora, y que como en la época en la que se ambienta, en los setenta, logra precisamente esa atmósfera de cine de terror perdido, de estallidos de suspenso, de atmósferas y de deterioro de los cuerpos a través del mal, como en el cine clásico de terror.