30.8.10

Flandres de Bruno Dumont


En Flandres de Bruno Dumont, la guerra se convierte en arquetipo. El campo de batalla es anónimo, localizable en su analogía con el Medio Oriente, con los conflictos en Irak, Afganistán o Argelia pero inasible literalmente en el contexto actual. A diferencia de sus otros filmes (L’ Humanité o La vie de Jesús) que se desarrollan íntegramente en zonas rurales, aquí Dumont muestra al desierto como escenario del mal, como espacio contrapuesto para la disolución de la contención o represión, es el entorno de la libertad in extremis, donde los personajes afloran su real naturaleza, ya desprovista de la intimidad que da la frondosidad de los árboles. Pareciera que Dumont intenta decir que en este mundo que nos rodea, frío y entumecido, sólo se es libre luego del horror. El afecto se libera tras la barbarie.


Los primeros minutos de Flandres presentan al protagonista, André Demester, un joven granjero que contempla el paisaje de modo pasivo. Camina a lo lejos por sus tierras, diminuto, mimetizado, pero también coloca una trampa para animales o maneja su tractor en su cotidianeidad. Luego, Dumont presenta a Barbre, una amiga de infancia de Demester, el complemento ideal en este desperfecto de la inamovilidad aparente y del silencio. Ambos reflejan una tipología de relación descorporeizada, fantasmal, vacua. Esta pareja se encuentra, camina por los prados en pleno invierno, intercambia apenas algunas palabras sobre la partida de Demester a la guerra y tiene sexo mecánico en medio de los pastizales a pedido de ella.


Luego, Demester y Barbre aparecen en un bar junto a una pareja de novios, Mordac y France (ella, alegoría perfecta del personaje con nombre de país que se mantiene casi al margen de los hechos, como una suerte de testigo), con quienes conversan del próximo viaje a la guerra de algunos hombres del pueblo. En esa velada, Demester rechaza frente a los amigos ser el enamorado de Barbre, palabras que se convierten en desencadenantes del resentimiento de ella, quien se va con el primer desconocido que ve en el bar, Blondel. Este rechazo público es el detonante del triángulo amoroso de carácter seco y difuminado.


Como los personajes bressonianos, Demester se muestra impávido ante las situaciones que resultan denuestos, ante los devaneos de Barbre (la mujer que aparentemente ama) y Blondel, quien también irá a la guerra con él, en el mismo batallón. Los hombres a la guerra y la mujer se queda a la espera de sus amantes. Situación que invita a precisar las intenciones de Dumont de tomar la sinécdoque como recurso fílmico (el muy bressoniano “la parte por el todo”) para hablar de modo abstracto de la guerra y el amor.

En Flandres es fácil pasar de la tranquilidad y monotonía del campo a los terrenos infértiles y violentos de la guerra. En una escena se ve a un grupo de hombres enrolarse con naturalidad, como lo irremediable y ordinario, tras un llamado militar, y en el siguiente plano se ve a dos soldados de un pelotón peleando (el francés pelea con el migrante) ya en un arenal mientras Demester y sus amigos celebran y se divierten. Es como si Dumont asegurara que no hay necesidad de un entrenamiento para el horror, se está preparado para lo inmediato: sus personajes van de Flandres a la guerra como si nada hubiera cambiado, van con su misma humanidad apesadumbrada y vaporosa. Por ello, no es gratuito escuchar una pregunta serena para Demester de boca de un amigo vecino: “¿Ya sabes dónde queda esa guerra a la que vas?”.

Los primeros planos panorámicos de Flandres exploran en el detenimiento los visos de la vida apacible y la serenidad del trabajo agrario. Dumont describe un territorio sin afán de hurgar en sus fragmentos. El detalle, en realidad, son las personas que lo ocupan, que aparecen insertos en los campos de cultivo, en los bosques o en el desierto de la guerra. Apenas sus movimientos son perceptibles a nuestra visión. Una vez dejado atrás el invierno de Flandres, para dar paso al calor del espacio bélico, entramos a los terrenos de los hombres que pelean, matan, violan, huyen y mueren. A Dumont no le interesa la referencia política, su afrenta es ir más allá: dar su versión de los extremos motivados por fuertes de sentimientos que han permanecido ocultos.

La mirada de la guerra es la visión que Demester tiene sobre ella, donde el azar tienen una fuerza sobrenatural: niños asesinados a los cuales se creía soldados, una mujer árabe violada que volverá con sed de venganza con todo su séquito para torturar o castrar, la llegada rápida de un helicóptero en medio de un tiroteo que se llevará solamente unos cuantos cuerpos sin vida. Mientras Demester busca sobrevivir en ese infierno, Barbre, el arquetipo de mujer del protagonista, se ensimisma, se “enferma de los nervios” y termina hospitalizada en un hospital psiquiátrico. Los hombres van a la guerra y la mujer hacia la locura.

Es significativo aquel plano casi en picado en que Barbre, tras enterarse de la muerte en batalla de Blondel, llora y se muestra descontrolada cerca a la puerta de su casa, mirando hacia arriba, estirándose como para alcanzar el cielo, pero con un desborde e intensidad ausente que no se nota cuando ella mira hacia el mismo lugar mientras tiene sexo con Demester en el bosque. Algo en Barbre se ha transformado pero no sabemos qué. Dumont se niega a explicar de manera explícita cuáles son los motores que mueven las conductas de sus personajes. Porque Barbre ha tenido el mismo viaje interior que Demester. Es como si el camino que lleva a Demester a decirle “te amo” a Barbre fuera similar al del pickpocket de Robert Bresson o al de Bruno frente a Sonia en L’Enfant de los hermanos Dardenne: “para llegar hasta ti qué extraño camino he tenido que recorrer”. La vía de la guerra que sensibiliza o mata.

2 comentarios:

  1. Interesantísima película. Luego del visionado deja muchas cuestiones rondando en la cabeza. Yo personalmente pongo el tema de la "gracia", de la ausencia de la gracia, como algo central aquí. Esa mirada que se demora en los paisajes, tan acentuados como la presencia de los sujetos, remite de algún modo a los ambientes que preludian lo epifánico en la obra de los autores del “estilo trascendental”, aunque se ve que el interés del ateo Dumont va más por la constatación de la fatalidad, de la crudeza, de la acechanza del horror. Dios no aparece, su moral tampoco. Se viola, se mata niños con toda frialdad. El justo va a pagar por los pecadores. El amor ya no es una teleología ni una apuesta alta, es sólo un refugio y el desahogo de la carne. La salvación (en dos escenas desconcertantes, casi deus ex machina) viene de lo alto por la máquina de la muerte. No creo dar una interpretación forzada, ya que habitual en Dumont es el dispersar alusiones religiosas en su obra (estoy ansioso por ver Hadewijch), pero dentro de una dialéctica en la que interviene la materialidad desacralizada (Análogo vuelco dio con 29 Palms, esta vez con el mito del viaje de liberación, motivo para que el director explore las formas de la acechanza.)

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  2. Felicidades. Escribes fenomenal. Y una sóla pregunta: ¿Podrás escribir una crítica por día?

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