22.11.13

Gravity de Alfonso Cuarón




Diálogos desde cascos de trajes de astronautas que en su sutileza revelan a su oponente: el silencio del espacio que lo traga todo. Alfonso Cuarón traza así con ingenio, desde el escaso sonido de los primeros minutos de Gravity, un encuentro cercano desde la calma que han construido los personajes para "estabilizarse", en un viaje de trabajo en medio de la nada: la científica Ryan Stone (Sandra Bullock) comunicándose tranquila y casi en susurros con Huston a través de anécdotas mientras un lúdico  Matt Kowalski (George Clooney) flota en plan vigilante a ritmo de una canción ligera country. Como si de pronto Cuarón deseara inspirarse en esas road movies donde el conductor se deja llevar por la tranquilidad de la música en la radio, en medio de la carretera desierta, como antesala irónica ante un desastre o accidente. Y esa gran autopista esta vez ha mutado en un espacio en apariencia inerte, donde una gran nube de desechos satelitales arruina lo planificado y genera la alteración.

En Gravity, el cine de ciencia ficción (astronautas en supervivencia, naves averiadas, agentes externos como entes del mal) parece reducido en su máxima expresión, es decir, más de la mitad de la película gobernada por un solo personaje: el héroe/heroína contra el mundo, y sostenida en la tensión provocada y sublimada por ingeniosas conversaciones o monólogos, pero también centrada en una aparente pequeña porción del espacio exterior, desde donde se hace visible a la tierra y sus ciudades en pleno anochecer, con sus redes de postes eléctricos, enmarañados y lejanos, simulando un caos que no alcanza a los hombres y mujeres allí arriba.

Una vez que Cuarón establece las reglas en la ausencia de gravedad (personajes en diálogo cercano/lejano, solitarios ante la amenaza, un espacio marcado y contundente como si se tratara de una pieza de teatro de cámara), libera un sencillo juego de correspondencias y simbologías: cinturones como cordones umbilicales en un inverso de relación de madre e hijo, cavidades en las estaciones espaciales y cápsulas que remiten al útero (recordar sino el primer acceso de Stone al Soyuz) o la tierra fecundada en el violento regreso a la gravedad.

Hay algo mucho más interesante en Gravity, los puntos de vista, y que son favorecidos en gran medida por el recurso del 3D: la relación entre panorámicos y planos subjetivos. Primero, la cámara estable desde el lugar del espectador, serena, atenta a los sucesos que permiten una mirada desde el todo, sin llegar a ser cómplice o voyeur, a la expectativa de la tragedia, incluso colocada en una posición de observador cauto como cuando Stone queda atrapada en el eje y la vemos girar desde el mismo lugar una y otra vez, esperando que acabe el juego pendular. Segundo, la  mirada de Bullock en su ansiedad ante la perdida de oxígeno, ante su miedo de perder de vista la manija a la que se aferra.

Si bien Gravity tiene un muy buen inicio, basado en los detalles y simpleza de los diálogos, y sobre todo en esa intención de valorar al silencio y la mirada hacia la tierra desde él, a partir de la música incidental y de las buenas intenciones que mueven al personaje de Bullock (el sueño como pista de rescate o milagro) es que va perdiendo esa sencillez que huía de la complejidad del género (logro en tanto es una película de puros efectos especiales), y se va apoderando de ella algunos lugares comunes que llegan a tener la grandilocuencia de los cantos de liberación, bajo el influjo de un contrapicado de la heroína tras la crisis. (Mónica Delgado).

7.11.13

Rocanrol 68 de Gonzalo Benavente Secco



Muy pocas veces el cine peruano se ha acercado al universo adolescente con hilaridad o levedad y mucho menos desde una mirada nostálgica "inventada", fantaseada o sublimada como la que propone Rocanrol 68, la ópera primera de Gonzalo Benavente Secco. Si en París se estaba ad portas de vivir la médula del mayo del 68, en la Lima, de esta cinta debutante, se vivía un mundo diferente, cerrado, de caricatura, avivado, coloreado, apuntando a traducir la realidad a partir de una comedia sutil, que acude al gag, al chiste ingenuo y al guiño cinéfilo y musical.

Rocanrol 68 evoca el estilo de Wes Anderson solo como homenaje sino en esa descripción de los personajes y la relación con su entorno, con sus decorados, declarando una invención o recreación del espacio que exagera "lo real". Así Benavente, en su Callao imaginado, propone la amistad de tres amigos y sus vínculos amorosos, desprovistos casi de las consumaciones sexuales, para acentuar una mirada aséptica o infantilizada de una época sin rebeldía. Ejemplo de ello es la secuencia en que el protagonista prueba por primera vez marihuana, y su "vuelo" tiene la intensidad de una experiencia lisérgica, provocando un sentido naif pero también la confirmación de que Benavente no pretende salirse de esta mirada rosa del mundo adolescente.


Sergio Gjurinovic, Jesús Alzamora, Manuel Gold y Mariananda Schempp conforman la corporalidad de esa adolescencia de clase media, sin mayores problemas que prestarse un auto y asistir al concierto de Los Yorks en algún cine de Lima. Con ellos, Benavente suelta sus pequeños homenajes desde películas como Pulp FictionLa quimera del Oro, 25 watts, o Banda Aparte de Godard, siendo coherente con la filiación cinéfila del personaje que encarna Gjurinovic, y que van a describir también la sensibilidad que atraviesan las escenas (el ocio con los vinilos a lo 25 watts, la disculpa que imita los tenedores y papas que hace bailar Charlot o "Don't be a square" en los dedos de Uma Thurman.

Pero en Rocanrol 68 esta visión purificada de la adolescencia no viene acompañada de silencios sino del espíritu de bandas de la época como Los Yorks, Los Saicos, Telegraph Avenue, Los Shains o Traffic Sound, que van a ser el sentimiento de la época y también la voz moral (mal ejemplificado en la aparición de Aldo Miyashiro como el guitarrista de Los Saicos), y que también encuentra contrapeso en algunos pasajes de los diálogos y en los personajes secundarios (como el padre castrador o el primo maoísta en su paradoja). Sin embargo, quizás el momento más logrado sea precisamente aquel donde no hay rock de garaje, ni saicos ni shains: el canto del himno nacional del Perú dentro de un auto que ha sido despojado de sus llantas como síntoma de la desafiliación o del arraigo en clave de comicidad (como se quiera ver), ya que se convierte en el momento de expresión sincera de la ubicación de los personajes en ese contexto sesentero, en tiempos de Fernando Belaúnde Terry.

Rocanrol 68 marca, como en el cine de Álvaro Velarde, una estética y motivos claros, y que no sabemos si tendrán continuidad, y que auguran ya a un cineasta que puede manejarse de modo cuidado en la memorabilia, aunque tenga que deshacerse de algunas exageraciones en la comicidad de estilo pueril o en los diálogos de humor que intentan reflejar las taras de una clase pero que al final de cuentas no cuajan del todo. (Mónica Delgado)