El mal no muere. Es con esta premisa que John Carpenter puso fin a su película en 1978, un hito del slasher y ejemplo de mitificación del psychokiller. Años después Rob Zombie plantea la reconstrucción de esta historia sobre dos noches de Halloween en un suburbio de Illinois, recupera motivos del género a modo de homenaje y agrega su peculiar toque personal, para sellar así la cintan con un final opuesto a la idea del director de Asalto al precinto 13.
Halloween de Zombie está concebida para responder algunos puntos que la cinta original mantiene implícitos. Si en la versión de 1978, a través del paseo de una cámara subjetiva (en uno de los plano-secuencia de uso didáctico más conocido), sabemos que el asesino es sólo un niño de apariencia frágil, vestido de payaso en su noche de brujas, en la versión de Zombie asistimos a una suerte de radiografía cruel del drama personal del Myers-niño dentro de una familia disfuncional. La génesis de su locura está dentro de su hogar y eso es lo que Zombie trata de demostrar en la primera parte del filme a partir de las relaciones interfamiliares: una madre bailarina go-go, un padrastro alcohólico y coprolálico, una promiscua y provocadora hermana y un bebé cuasi olvidado. Allí se ubica Myers, que mata mascotas a escondidas en el baño de su dormitorio, que usa polos con el nombre de Kiss y que es un looser en el colegio por ser obeso, ensimismado e hijo de una striptisera.
Hasta aquí el argumento es invención del mismo Zombie, que funciona como precuela, y es hasta el escape del hospital psiquiátrico la donde el argumento revisita la versión de Carpenter, pero también para añadirle más respuestas a las sutilezas de la cinta original. Sin embargo, Zombie no intenta hacer del todo un remake, sino que organiza de otro modo los pasos de un asesino absolutamente irracional, sin actuaciones calculadas que sí tenía el Myers de Carpenter y lo vuelve una máquina de matar mastodóntica y que nuevamente está a la caza de su filiación.
A la hora del crimen, Zombie es un director de planos cercanos, tal como habíamos visto en La casa de los mil cuerpos o en Devil's Rejects, pero no para auscultar a sus protagonistas, sino para apropiarse milimétricamente de la naturaleza del horror que sus antihéroes ejercen. Bates de beisbol desfigurando rostros o bocas que se abren bajo el agua en su último respiro.
El Halloween de Zombie resulta interesante por sus nuevas acepciones: en las pantallas de TV ya no vemos La cosa de Christian Nyby sino a White Zombie con Bela Lugosi; Donald Pleasence queda en la memoria como el cauto doctor Loomis, y sin embargo ahora aparece en el cuerpo de Malcom McDowell, casi un gurú sobre el tema Myers; y la famosa composición musical de Carpenter comparte ahora secuencias con temas de Nazareth, Rush, Kiss o The Misfits. Si en la película de 1978 atisbamos el rostro de Myers, aquí la escuchamos por primera vez.
Sin embargo, esta tercera película de Zombie pierde por el trueque entre la ingenuidad de una Jaime Lee Curtis por una teenager sin ton ni son (Scout Taylor Comptom), por darle genealogía a la máscara y al overol, o por hacer de la estancia de Myers en el psiquiátrico una obsesión por las máscaras, lo que ya resulta enfático y metonímico.
Aparecen actores secundarios de culto como Danny Trejo (el memorable Machete) o Udo Kier (quien también hace un papel en el falso trailer que Zombie hizo para Grindhouse: Werewolf women of the SS). De otro lado, Halloween está dedicada a Moustapha Akkad, el fallecido productor sirio que hizo una millonada con el Halloween original, al invertir apenas 325 mil dólares, y que recaudó más de 47 millones sólo en EEUU en el año de estreno.
Es difícil igualar la cinta de culto de Carpenter, pero Zombie está convencido que repetir la misma retórica no vale la pena, y por eso genera, como en sus otros dos anteriores filmes, un acercamiento a un mundo familiar decadente y opresivo, sin discreciones, donde la sangre debe correr y donde las niñeras deben pagar su cuota en lugares donde los padres están prácticamente ausentes. El grito final de la víctima como un acto liberador, que afirma que el mal puede eliminarse, es antológico.
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