19.3.12

J. Edgar de Clint Eastwood

Clint Eastwood logra un retrato formidable del mentor del FBI, en un relato que abarca más de treinta años, tiempo en el que se difuminan pasajes protagonizados por los célebres Al Capone, Dillinger, Machine Gun Kelly, la familia  Kennedy o Luther King, importantes en la historia de los EEUU político y de cacería de brujas, para ir de lleno a la construcción de un personaje misógino, contrariado y solitario.

Leonardo di Caprio, un actor impecable como J. Edgar Hoover, que luce varios kilos de más  y a quien se avejenta mientras lo vemos narrar su megalomanía a un mecanógrafo, sazonada con momentos de celeridad, de riguridad y pragmatismo, pero también de mentiras que fueron forjando la etapa fundacional de un estamento tan endiablado como el FBI.

Clint Eastwood utiliza los flasbacks para hurgar en el pasado, en diversos pasajes de la vida de este hombre que fue ascendiendo por su meticulosidad y por su "workahólico" estilo de vida, mostrando su lado homosexual con sinuosidades, y cierto sentimentalismo que se balancea en el atisbo del relato clásico, de fotografía apenumbrada, de espacios cerrados, que roza la claustrofobia.

J. Edgar, así a secas, sin el honroso apellido Hoover que lo identificó, lejos de las intenciones políticas claras, dicotómicas y de pastiche (el lado comunista apenas esbozado) es una película lograda, sobre un personaje que se acobarda en su intimidad, devoto de los consejos de su madre (Judi Dench) o cerrado a la impulsividad con su compañero de trabajo y amigo Clyde Tolson (Armie Hammer), pero que se debilita debido a un maquillaje que le quita verosimilitud al paso del tiempo.


Gran olvidada en la reciente ceremonia de los Oscar, J. Edgar es un retrato que conmueve, gracias a esos detalles que logra transmitir Di Caprio, un actor que logra sacar y arruinar al hombre que fue alguna vez el más poderoso del mundo.

18.3.12

La piel que habito de Pedro Almodóvar

Es mejor ver esta cinta sin saber nada de ella. Cada estallido de sorpresa se transforma en evidencia de un cineasta pleno, capaz de convertir una historia truculenta en un delirio de momentos camp, del thriller menos elaborado, y del melodrama que intenta escapar de lo canónico.

En La piel que habito hay transformaciones ejemplares: desde un Antonio Banderas, al parecer un actor desperdiciado por Hollywood bajo el estigma de ser una figura de porte atractivo, que encarna esta vez a un cirujano que aparece como obsesionado por luchar contra lo que terminó matando a su mujer, hasta una Marisa Paredes, personificando a Marilia, una ama de llaves que va sacando a la luz secretos desde lo más recóndito de su maternidad. Y sobre todo, el gran cambio que protagoniza el personaje de Vera, en una simbiosis enfermiza tras un pasado que poco a poco se va dilucidando.


En esta última película de Almodóvar encontramos los motivos más reconocibles de su filmografía: escenarios que buscan lo metonímico o lo grandilocuente, como la mansión donde vive el médico Robert Ledgard, que intenta ser "eso" femenino que intenta reconstruir o reinventar a su medida, un entorno lleno de cavidades, como la mazmorra que atrapa a Vicente (Jan Cornet) o tan aséptico para tratar a sus pacientes post cirugías plásticas. Pero también encontramos la construcción de personajes femeninos de acuerdo a arquetipos, y que en más que sus otros filmes, tiene la fisonomía del simulacro, de la máscara, (lo que encarna Elena Anaya en su versión de Vera Cruz), o como en esa festividad de carnaval al que se refiere en varios momentos del filme como contexto. Es como si Almodóvar se hubiera puesto a prueba y hacer de su consabido trato a "la mujer" y al "ser femenino", solo un juego de simulaciones, hacia a aquello socialmente construido, y que al final de cuentas no puede cambiarse por nada.


En La piel que habito, Almodóvar logra registros camp notables, como en las escenas donde aparece Zeca, el hijo de Marilia, un delincuente disfrazado de Leopardo, quien irrumpe en la casa de clase acomodada con toda su furia de outsider y de abandonado, en el contexto de una celebración carnavalesca en el pueblo donde vive su madre. 


La piel que habito, como señala su título, es un estructurado juego de ser y parecer, de usurpación de identidades en un relato de venganza singular, de afirmación también, donde el cineasta español se sigue luciendo como pieza fundamental del cine actual.


17.3.12

Mi semana con Marilyn de Simon Curtis

El problema con este filme del debutante Simon Curtis es que alguien como Michelle Williams encarna a Marilyn Monroe. Pero esta joven actriz, ya icono actual del cine independiente estadounidense, no tiene la culpa, ya que hubiera dado lo mismo que Kate Hudson o Scarlett Johansson hubieran aceptado el papel de la protagonista de Con faldas y a lo loco o Niágara:  cuesta que alguien interprete de modo "real" a Marilyn Monroe. Como para apoyar esta idea, solo utilizo la analogía más descarada que se me ocurre en este momento: Gael García Bernal haciendo del Ché Guevara. Pero, ¿en qué cabeza surgió esta posibilidad? Igual, no es que Williams realice una mala performance, al contrario, verla bailar como lo hizo Marilyn en El príncipe y la corista de Laurence Olivier no implica solo imitación sino el acto intentar revelar el contexto de cómo se filmó ese momento. Y lo logra.

Quizás la apuesta de Curtis por ser fiel a la nostalgia de Colin Clark, el asistente del set de filmación, quien publicó un libro narrando los momentos en que conoció a la mítica mujer de Hollywood y en cuyo texto se inspira este filme, por mostrar el lado más soporífero y agotado de la Monroe, le quita fuerza a un relato en sí ya seco, cuyos mejores momentos los aporta Kenneth Branagh como un Laurence Olivier que va cediendo ante el poco profesionalismo de una actriz opuesta a su concepción de lo que es actuar.

Así como Marilyn es filmada de modo abrupto en El Príncipe y la corista, el personaje de Williams va cayendo en las fauces de un romance que mantiene esa oposición entre el noble y la mujer "llana", entre el joven que escapa de la alta burguesía ilustrada (Colin Clark) para regodearse en el mundano entorno de un set de filmación, donde encontrará a una mujer común y corriente, débil, y que sin embargo, logrará la admiración de todos solo por su belleza. La rubia que no tenía nada de tonta.