Por Mónica Delgado
Dentro de la ficción, las opciones de los cineastas por decidir el modo en que muestran determinado contexto histórico, apelando a una asunto de libertad en el guión, o a juegos anacrónicos o futuristas, independiente del género o estilo en que se desarrolla el filme, escapa a la misma apuesta estilística del relato en sí, y emergen ideologías, deseos, nostalgias que encuentran su correspondencia más allá del "écran". Algo de eso sucede en Viaje a Tombuctú, de la peruana Rossana Díaz Costa, que más allá de lo irregular que puede ser el filme, asume una visión clara sobre cómo "recordar" estos años ochenta, de estilo que aparece ya a nuestros ojos vintage, colorido, sublimado, y que muestra otra vena evasiva sobre cómo abordar en el cine un tema complejo y conflictivo. Pero a su vez esta visión me propicia un acercamiento al modo en que una generación ha percibido determinados sucesos capitales dentro de la conformación de la memoria (cosa que también sucede en filmes algo recientes como Las malas intenciones de Rosario García Montero o la misma La teta asustada de Claudia Llosa), donde el fantasma del terrorismo es una huella dentro de la sensibilidad familiar, un impulso para el desarraigo, y la pérdida ante la disyuntiva de estar/pertenecer o no.
Dentro de la ficción, las opciones de los cineastas por decidir el modo en que muestran determinado contexto histórico, apelando a una asunto de libertad en el guión, o a juegos anacrónicos o futuristas, independiente del género o estilo en que se desarrolla el filme, escapa a la misma apuesta estilística del relato en sí, y emergen ideologías, deseos, nostalgias que encuentran su correspondencia más allá del "écran". Algo de eso sucede en Viaje a Tombuctú, de la peruana Rossana Díaz Costa, que más allá de lo irregular que puede ser el filme, asume una visión clara sobre cómo "recordar" estos años ochenta, de estilo que aparece ya a nuestros ojos vintage, colorido, sublimado, y que muestra otra vena evasiva sobre cómo abordar en el cine un tema complejo y conflictivo. Pero a su vez esta visión me propicia un acercamiento al modo en que una generación ha percibido determinados sucesos capitales dentro de la conformación de la memoria (cosa que también sucede en filmes algo recientes como Las malas intenciones de Rosario García Montero o la misma La teta asustada de Claudia Llosa), donde el fantasma del terrorismo es una huella dentro de la sensibilidad familiar, un impulso para el desarraigo, y la pérdida ante la disyuntiva de estar/pertenecer o no.
No quisiera detenerme en aspectos que no existen en la película, es decir, en enfocarme en un "deber ser" de lo que implicó realmente vivir en los años del terror de Sendero Luminoso o el MRTA, y representarlo, como si la ficción intentara ser una lectura documental de lo que fue Lima o Callao en esos años (ante la posibilidad primariosa de entender el lenguaje cinematográfico como un férreo relato frente al modo en que Díaz Costa plasma las licencias históricas para lograr esa recreación de los ochenta). Por otro lado, tampoco existe un referente cercano desde un universo del cine, ya que no existe película peruana alguna de las últimas dos décadas que haya podido reflejar ese sentido de derrota o de destrucción de un modo certero y creativo, si lo hubiera, desde la mirada adolescente en un país sin expectativas. Hay aproximaciones al tema desde un tono discursivo, como sucede en el corto La Huella de Tatiana Fuentes Sadowski, que realiza una crítica sobre la invisibilidad de los desaparecidos, o simplemente la distancia que se ha tomado hacia la gente del los Andes, a partir de archivos fotográficos recopilados por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), que aparecen subvertidos bajo una atmósfera de luto y de auscultación frente a un silencio penoso (¿el del espectador?), y que logra su cometido al darle un espíritu a una época que solo podría narrarse en blanco y negro, u opaca, y en clave lúgubre. Pero esta lectura también es otro tipo de sublimación.
En Viaje a Tombuctú hay una premisa clara que es la de recrear un amor de juventud desde el recuerdo, en tiempos en que un país se caía a pedazos. Los primeros planos del filme presentan al personaje en su nostalgia, desde una ventana y a partir de dos miradas que conoceremos a lo largo del metraje, y que son enfatizadas por una banda sonora que redunda en esa calidez de ambiente hogareño: la niña que ve como su mundo de ET, paseos en bicicleta y gaseosas, se ve violado por una imagen televisiva de unos perros colgados en calles de Lima, y la de una universitaria que cambió ET, el extraterrestre por Días de Radio, y que sufre el ataque del terrorismo desde fuera, viendo cómo las personas a su alrededor viven las reales consecuencias. Luego el filme se divide en dos partes claras, asumiendo las características del cine de aprendizaje, suponiendo que partimos de un personaje en determinado punto A y que va a terminar con una visión del mundo B, S o Z. Pero desde estos primeros minutos no estamos a la espera de esos 400 golpes (el quiebre de la cuarta pared del final es evidente tributo a Truffaut) o de las tribulaciones a lo joven Törless, sino más bien de una transformación algo serena o vaga, ya que los perros colgados seguirán allí como idea del miedo así pasen los años, porque la mirada del terror se mantuvo y no maduró.
A lo largo del metraje también se va corroborando la opción elegida por la dirección de arte, llena de memorabilia ecléctica que busca ser reflejo de una clase media alicaída entre guiños pop (como la caja de panetón D'onofrio que parece vacía y llevada a la puesta como adorno de "detalle") y el alma de provincia que aún tenía la Lima de esos años. El problema no está en esta premisa de mirada al pasado desde el ojo juvenil, sino en el ritmo y opción de la puesta en escena que intenta ser lúdica y "amigable" (como los juegos que asumen los niños al pintar imaginariamente un avión sobre el cielo de La Punta) y que se van dispersando en un guión con altibajos dramáticos (o en todo caso demasiado leves, como si no pasara nada, que muestran que entre los años de infancia y los años hacia la juventud apenas pasó un momento, sino fuera por el maquillaje exagerado del personaje de la madre, claro). Pero estos son problemas pequeños que suman una puesta en escena llena de baches, sobre todo porque la premisa inicial del amor adolescente en medio del dolor que significó la época del terrorismo apenas es esbozada, y resulta endeble, como las situaciones en la fiesta a ritmo de Indochina o los diálogos sobre el sufrimiento de la gente de la sierra mientras se toman unas cervezas en la playa, que resultan risibles en boca de personajes huecos y que parecen puestos al azar.
Viaje a Tombuctú es la visión sobre la culpa de una huida, y que intenta ser sublimada y que queda ejemplificada precisamente por ese arrebato pop a ritmo de Nada Personal de Soda Stereo, en una escena donde la alegría juvenil precede a una de las masacres más marcadas en la memoria del Callao y del país, y que es solamente insinuada, como un artilugio del guión, apenas trazada en esa memoria que la cineasta propone como vital para sus personajes. Es decir, hay un planteamiento de la levedad del terror en sus consecuencias, como daños colaterales, donde el miedo está encarnado en la figura de un perro colgado o en la aparición de un militar de verborrea exagerada y tosca en un bus de madrugada (ojo que cuando aparecen paisajes andinos es lógico que pongan zampoñas y huaynos de fondo), pero que apenas rozan la realidad para conflictuarla, ya que se convierten en razón suficiente para que estos personajes abandonen el país o entren en estado de shock. Pero lo que más me llama la atención no es este espíritu de la levedad, o de intentar representar -este-es-el-tipo-de-memoria-que-el-país-necesita, sino el epígrafe homogenizador del inicio del filme, y que brinda un hálito de heroicidad o grandeza a unos personajes (y a una generación), que al final de cuenta no lo demuestra, como si fueran palabras ubicadas al inicio de una película equivocada. El valor de mentira.