28.2.11

El bien esquivo de Augusto Tamayo














En su estreno esta cinta no me causó agrado, es decir, me pareció lenta, oscura (fotográficamente hablando), algo pretenciosa en sus intenciones por retratar uno de los momentos más oscurantistas de la historia del país, la referida al virreynato y a la extirpación de idolatrías con poca rigurosidad. Sin embargo, tras volverla a ver años después, esta película peruana de Augusto Tamayo San Román resulta un acercamiento certero al tema de la identidad en una época donde este derecho importaba poco y lo hace a través de diversos códigos difuminados en la puesta en escena, la banda sonora y las actuaciones.

El bien esquivo (Perú, 2011) tiene en estilo e historia, cualidad de clásico. Parafraseando una idea de Italo Calvino en su novela Si una noche de invierno un viajero, en los relatos antiguos el héroe y la heroína se casaban o morían, optando entre la continuidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte. Tamayo eligió lo último, como elección argumental en un relato personal e inusual en el cine nacional. El mestizo cuya filiación no será comprobada nunca y la monja letrada que verá ahogada su inspiración creadora, dirigido irremediablemente al cadalso.


En la secuencia inicial, de este filme ambientado en el siglo XVII, calaveras, momias saqueadas, escorpiones, espadas asesinas y maldiciones a la luz de la luna se convierten en la oscura parafernalia que anticipa el destino de Jerónimo de Ávila. Atravesado por la sombra de una cruz  en medio de la nada. De Ávila (Diego Bertie) es marcado por el sino de la muerte. Se encontrará en diversas oportunidades con la monja Inés Vargas de Carbajal (Jimena Lindo) pero estos encuentros casuales tendrán su símil con las apariciones de Ramsay Ross, quien encarna a un arquero, quien de alguna manera marca el futuro fatal. A lo largo del metraje, se nota el afán de cerrar un círculo narrativo por antagonismos luz-oscuridad, muerte-vida. El filme comienza, por ejemplo, con un plano de la luna y se cierra con una escena hacia el dominio de montañas y nevados en medio de brillantes nebulosas diurnas.

Inspirada libremente en la tradición El carbunclo del diablo, de Ricardo Palma, y en las figuras históricas de Garcilaso de la Vega y Sor Juana Inés de la Cruz, esta cinta recrea al Perú de 1618, dibujando una Lima austera, solemne pero a la vez romántica y algo infeliz. El Bien esquivo acumula pesares, cual Cándido, en Jerónimo e Inés. Y en el clímax se percibe con mayor claridad el ambiente discordante, atonal, ayudado por un montaje final tortuoso, abreviado, comprimido. El poder de la iglesia en el destino de los personajes es de un halo infaliblemente malsano.

La cinta de Tamayo posee un clima oscuro, una lentitud o atonalidad en el ritmo, y uno de los tratamientos más felices que haya dado el cine nacional a una historia de amor inconcluso, que de alguna manera revela el pesimismo con que se puede mirar hacia el pasado del Perú como proto nación y a los personajes a contracorriente que intentaron construir un modo distinto de vivir pese a la "cárcel" mental de aquellos tiempos. Tamayo lo logra.
(Idea inicial tomada de La gran ilusión en una edición del año 2003, pero ya parafraseada en esta nota).

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