29.12.11

El árbol de la vida de Terrence Malick

Terrence Malick afirmó ya desde La delgada línea roja, en su retorno al cine luego de una larga ausencia, un estilo propio: voz en off metafórica, que narra a modo de sentencia monólogos existenciales y religiosos, y una puesta en escena que se detiene en grandes panorámicos que afirman su visión panteísta del mundo. Personajes reflexivos y etéreos en contextos que uno adivina como más convencionales y de entorno común y limitado: una guerra, un hogar de suburbio de clase media o una comunidad indígena en medio del siglo XVI, es decir cuyo imaginario se percibe menos complejo de lo que el cineasta logra proyectar. En El árbol de la vida, Malick logra una hazaña arriesgada, al conjugar ese estilo personal, de evocación y reflexión de planos a modo de resumen emotivo o espiritual, con un relato sobre la pérdida de un hijo y la justificación de ese hecho doloroso e inesperado como un acto de fe.

El filme comienza con una introducción que enfatiza desde quién se está narrando y desde dónde se mira, en una primera instancia: una pequeña (la futura madre, encarnada por Jessica Chastain) que desde muy joven anuncia la necesidad de aceptar dos caminos: la vía de la naturaleza o de la gracia. Para luego abrirse el relato hacia la pérdida de un hijo y un hermano, desde la mirada de Jack, un Sean Penn que rememora su niñez en un suburbio tejano a mediados de los años cincuenta, mientras vive, en el futuro, en una ciudad de rascacielos.

Malick construye un relato no lineal, fantasmal, con idas y venidas, sobre una familia que vive un duelo, la pérdida de un hijo, y lo realiza a través de una historia de gracia o piedad, a partir de una cita del Libro de Job: ¿Dónde estabas tú cuando puse los cimientos de la tierra mientras los astros de la mañana cantaban a coro y aclamaban todos los hijos de Dios? Cita que cobra sentido en la ausencia frente a la creación de la tierra y del hombre, cosa que para Malick proviene de un proceso evolutivo, de interpretación científica, distante a la visión de las religiones y sus demiurgos, fuera de la gracia que menciona casi susurrando al inicio el personaje en off. El planeta Tierra que se va creando a sí mismo, hasta lograr ser un espacio que cobija a dinosaurios con capacidad de anular el instinto depredador. Un entorno de color y necesidad de expandirse, de crear redes y abrirse, dilatarse, crecer, como el árbol de la vida que remite el título. ¿Pero es tan simple la propuesta de Malick? En esa creación del mundo, ¿dónde está la deidad?

Y es así, que luego de mostrar una suerte de teoría sobre la creación de la tierra y sus primeros habitantes, es que Malick da paso a la interpretación del recuerdo del personaje de Sean Penn, de sus días con un hermano hostil (un formidable Hunter McCracken), sin talento para recibir y dar cariño, del hermano mayor que teme a su padre y que se burla de la madre. Malick sublima los momentos con la madre y se vuelve inquisidor mientras se mira el pasado desde el padre castrador e imponente (Brad Pitt). McCracken, con su fisonomía de niño malo, es aquel cordero enviado para el sacrificio, el hijo de Job, que pondrá a prueba el camino de la gracia.

Luego de mostrar, a través de un uso notable del espacio, la puesta escena y la fotografía, el entorno familiar en un suburbio de ensueño (donde el placer femenino puede lograrse con un poco de agua de manguera en los pies sobre el pasto que se riega), donde la figura patriarcal va a asfixiar a todos los demás personajes, Malick nos lleva hacia un desenlace de ribetes místicos, y que roza lo grotesco, en la medida que evoca ese cruce irreal muy felliniano del ensueño y vigilia, de vida y muerte, un limbo que intenta ser "la eternidad". La prueba se ha cumplido, y se amará a Dios por sobre todas las cosas, incluso luego del arrebato de un hijo. Un final con postura hacia la santidad que solo a Malick se le puede perdonar.



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