8.2.11

Perdidos en Tokio de Sofia Coppola














El preámbulo de Perdidos en Tokio simula el tedio en el que nos someterá una aburrida Scarlett Johansson, acostada en la cama, dando la espalda a la cámara. Imaginamos hacia dónde va su contemplación, desde una habitación con las persianas cerradas (quizás soñolienta, cansada, íntima), negada al exterior, de lo que luego sería la ciudad más psicotrónica del mundo.

Desde la primera toma se atisban los postulados formales y argumentales de esta segunda película de Sofía Coppola, donde la mirada de los protagonistas hacia "lo otro" (la galería urbana japonesa, los turistas, la fauna del hotel cinco estrellas) es reflejada como objetos para contribuir a la construcción de la relación afectiva de sus héroes.

Tal como sucede con Charlotte (Johansson), la primera aparición de Bob Harris (Bill Murray) está marcada por el aura de la duermevela. Despertar en el taxi, en pleno centro de Tokio, sacudido por estallidos de neón y tecnología callejera. Arrojados, luego, ambos a la pesadilla del aburrimiento, del jet lag, al cronograma de la depresión. Apostados en las imágenes, parametrados de tal manera que cada personaje que se cruce en sus caminos, no sólo traerá la sensación de que están perdidos en la traducción, sino también arrojados a la frivolidad, de una pléyade de tipos poco interesante, disminuidos por un juego de misantropía de pose.

En Lost in translation, Tokio aburre. Charlotte visita templos y confiesa que no le inspiran mucho, mientras Bob zafa de una prostituta freak. Ella se espanta en el metro frente a un lector de revistas porno, y él atrapado en una máquina de ejercicios que más parece un "chindogu", como si dijera "qué clase de gente puede subirse a esta cosa". Ambos autorelegados, llenos de modorra en un mundo intruso en sus voluntades.

Coppola ironiza sobre los habitantes del Japón desde lo que se piensa de ellos a través de lugares comunes: al hablar inglés pronuncian la "l" en vez de "r", comen alimentos crudos, hablan como si fueran samuráis o karatecas,  son excéntricos y ultraconsumistas. Estos caracteres forman el contrapunto, y que producen el toque humorístico de la cinta (tal como las secuencias en Italia en Somewhere), quedan en una serie de antojadizos motivos, que cuajan entre sí solo para exagerar la idea de la inconexión. Y frente a la caricatura de la gente japonesa, aparece el estadounidense, el actor ácido, mesurado, y que critica con mímicas a las personas que lo rodea, pero también está la muchacha graduada en filosofía que se regodea en su soledad. Como en ese tipo de cintas, en que dos personajes diferentes se atraen (como en la screwball comedy clásica), ambos pueden o no empezar un romance.

La experiencia de Coppola en el videoclip hace que las atmósferas del filme se edifiquen o se complementen a través de la música (temas de Kevin Shields de My bloody Valentine o de Air), incita que se le relacione aún más con la puesta en escena de Wong Kar Wai.

Perdidos en Tokio muestra una dirección de actores basada en los gestual, pero que en su totalidad adquiere toda la rutina de un filme de traje indie, con guión redondo sobre la melancolía, pero a costa de sacrificar la humanidad de media docena de personajes secundarios y algunos extras a causa del implacable determinismo que aplica Coppola y que acaba en un modoso beso en medio de la ciudad que se invisibiliza.
Publicado originalmente en la revista Tren de sombras.





No hay comentarios:

Publicar un comentario