El chileno Matías Bize hace con La vida de los peces su mejor película. Andrés (Santiago Cabrera, el actor más hermoso de ese país), regresa a Santiago luego de diez años de vivir en Berlín, a una fiesta en casa de Pablo, hermano de un amigo que murió hace tiempo, pero al cual todo el mundo sigue recordando. En dicha fiesta se encuentra con Beatriz (Blanca Lewin), el amor de su vida, a quien tuvo que dejar para ir a cumplir sus metas profesionales. Años después, este reencuentro que tiene mucho de mea culpas, expiaciones y reconciliaciones, se convierte en un evento de aproximaciones, de acercamiento de dos personas huidizas, que poco a poco se van a ir abriendo hacia la nueva oportunidad.
La vida de los peces (Chile, 2010) está articulada en una serie de episodios que equivalen a cada habitación de la casa donde se desarrolla la fiesta. Conversaciones entre amigos, con la esposa de un compañero de colegio, con la ama de llaves, con los hijos de los amigos, con la ex novia, con la hermana del amigo muerto, o simplemente espectar una tocada de guitarra y un canto a viva voz sobre la decepción. Bize se centra en planos cerrados donde el núcleo son los diálogos, llenos de recuerdos y reflexiones de la cotidianeidad, sobre vivir fuera de Chile, y sobre la necesidad de ir en busca del tiempo perdido.
Bize maneja con mano firme esta acumulación de las visitas que hace el protagonista Andrés por los diversos espacios de la casa, va hurgando en cada cuarto como si se tratara ver dentro de sí, al verse reflejado en sus interlocutores, al hablar con los amigos del desarraigo, con la amiga sobre la maternidad, con los sobrinos sobre sexo.
Los diálogos entre Andrés y Beatriz recuerdan mucho a aquellas películas sobre citas frustradas y reclamos a media voz (Un amor para recordar de Leo McCarey o Antes del atardecer de Linklater), lo que permite dilucidar un sentimiento ausente o que está por nacer. Y es gracias a esta difuminación, ahondada en los minutos finales, de si la pareja se vuelve a juntar o no, cuya metáfora retoza en esa gran inmersión mostrada en la pecera invisible, es que Bize proyecta sus mejores momentos, de una intensidad basada en breves palabras y gestos.
Los diálogos entre Andrés y Beatriz recuerdan mucho a aquellas películas sobre citas frustradas y reclamos a media voz (Un amor para recordar de Leo McCarey o Antes del atardecer de Linklater), lo que permite dilucidar un sentimiento ausente o que está por nacer. Y es gracias a esta difuminación, ahondada en los minutos finales, de si la pareja se vuelve a juntar o no, cuya metáfora retoza en esa gran inmersión mostrada en la pecera invisible, es que Bize proyecta sus mejores momentos, de una intensidad basada en breves palabras y gestos.
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