Uno siempre tiene una lista de películas que puede ver una y otra vez y jamás sentir que pierden la magia o las cualidades por las que se merecieron tamaña atención. Es así que puedo volver a Apocalypse now! de Coppola o a Amanecer de Murnau, pues jamás se agotan o desmerecen la admiración que despertaron en mí en su momento. Pero eso no me ha sucedido con alguna película de Emir Kusturica, a quien considero un director de estallidos, de momentos, de genialidades etéreas, que se dispersan con la velocidad con la que espantamos el humo del cigarro a través de un soplido.
Kusturica fue un fenómeno efectivo de los noventa, que enfatizó el éxito de los premios de festivales para la posterior distribución internacional, y que convocó la mirada del mundo hacia su irreparable Yugoslavia con ojo de teatrista ambulante. La comedia de la guerra, el toque surreal o real maravilloso escenificado en una silla de ruedas que arde en frente de un Cristo invertido, la música balcánica que enciende las imágenes para hacer una comparsa de la historia política del poder. Con los años, Emir se ha ido agotando tras siguientes visiones de sus filmes, y ver Papá salió en viaje de negocios, Tiempo de gitanos o Gato negro, gato blanco se hacen trámites engorrosos.
- Ya no se aguantan sus más de 130 minutos por película. A ver, cuando vi por primera vez Underground fue una experiencia útil en la medida que descubría la sensibilidad de un director bosnio en plena época de crisis política y militar en los Balcanes, y me la pude tragar sin remilgos en sus 170 minutos de duración. Fue casi un abecedario sobre cómo deshacer la historiografía y proponer una historia alternativa sobre la guerra y sus consecuencias (la segunda guerra mundial, Tito, la guerra fría, Bosnia versus Serbia) de modo poco solemne, con humor y parafraseando los móviles estéticos de la magia, lo absurdo en la vida real. Sin embargo, tras segundas o terceras visiones, Kusturica provoca jaladas de orejas por sus momentos demasiado extendidos, por sus metrajes de duración bíblica, como si tratar de abarcar todo implica hacerlo sin uso de la elipsis, como si el chiste aguantara todo. Vale la pena para una primera vez, pero repetir se hace poco placentero. Ya no hay disfrute. Es como volver a abrir un regalo ya apreciado. Sabemos la aparición de lo mágico como si se tratara de sumar dos más dos. Si me dan a elegir, prefiero volver a ver las siete horas de Satantango.
- Una vez descubierto el simulacro, la máscara se deshace. En Tiempo de gitanos, su película más lograda y más larga, la admiración se diluye por el abuso de lo exótico y colorista. Hay una fascinación por la forma, por adentrarnos en el mundo de los gitanos como si fuera el mundo de Zampanó en La Strada o el de la maldad de los Freaks de Browning, porque el mundo gitano es casi un mundo de circo, de payasos, adivinos, contorsionista de la moral y de la búsqueda de la ventaja sobre el otro, pero en un entorno más viciado, más farsante, de macumba y energías sobrenaturales, de tradiciones míticas, donde hay facciones de buenos y malos. Tráfico de blancas, travesuras y delitos de niños viejos y explotados, de estafadores, de engaña muchachos. Mujeres en traje de novia que levitan, pavos reencarnados, abuelas jocosas y sanadoras. Fórmulas de un tipo de real maravilloso exotizante que se muestra de modo ingenioso al compás de cantos a capela conmovedores. Al saberse el truco, se desvanece la forma. Ni Johnny Depp se libró de eso.
- La música es machacona. No cabe duda que la banda sonora es sello Kusturica, convertida ya en un negocio más allá de las películas, sino recordemos las giras del cineasta con la banda de músicos. Hasta en su documental sobre Maradona hay que ponerle sus trompetas y sus comparsas para darle el toque balcánico. Es como si el cineasta buscara agotar su exitosa idea de lo comunal a través de la música de Goran Bregovic, y trasladarlo más allá de lo festivo y ritual. Pero ya pierde novedad y gracia.
Kusturica estuvo bueno, para ahora se lo dejo a mi memoria.
- Ya no se aguantan sus más de 130 minutos por película. A ver, cuando vi por primera vez Underground fue una experiencia útil en la medida que descubría la sensibilidad de un director bosnio en plena época de crisis política y militar en los Balcanes, y me la pude tragar sin remilgos en sus 170 minutos de duración. Fue casi un abecedario sobre cómo deshacer la historiografía y proponer una historia alternativa sobre la guerra y sus consecuencias (la segunda guerra mundial, Tito, la guerra fría, Bosnia versus Serbia) de modo poco solemne, con humor y parafraseando los móviles estéticos de la magia, lo absurdo en la vida real. Sin embargo, tras segundas o terceras visiones, Kusturica provoca jaladas de orejas por sus momentos demasiado extendidos, por sus metrajes de duración bíblica, como si tratar de abarcar todo implica hacerlo sin uso de la elipsis, como si el chiste aguantara todo. Vale la pena para una primera vez, pero repetir se hace poco placentero. Ya no hay disfrute. Es como volver a abrir un regalo ya apreciado. Sabemos la aparición de lo mágico como si se tratara de sumar dos más dos. Si me dan a elegir, prefiero volver a ver las siete horas de Satantango.
- Una vez descubierto el simulacro, la máscara se deshace. En Tiempo de gitanos, su película más lograda y más larga, la admiración se diluye por el abuso de lo exótico y colorista. Hay una fascinación por la forma, por adentrarnos en el mundo de los gitanos como si fuera el mundo de Zampanó en La Strada o el de la maldad de los Freaks de Browning, porque el mundo gitano es casi un mundo de circo, de payasos, adivinos, contorsionista de la moral y de la búsqueda de la ventaja sobre el otro, pero en un entorno más viciado, más farsante, de macumba y energías sobrenaturales, de tradiciones míticas, donde hay facciones de buenos y malos. Tráfico de blancas, travesuras y delitos de niños viejos y explotados, de estafadores, de engaña muchachos. Mujeres en traje de novia que levitan, pavos reencarnados, abuelas jocosas y sanadoras. Fórmulas de un tipo de real maravilloso exotizante que se muestra de modo ingenioso al compás de cantos a capela conmovedores. Al saberse el truco, se desvanece la forma. Ni Johnny Depp se libró de eso.
- La música es machacona. No cabe duda que la banda sonora es sello Kusturica, convertida ya en un negocio más allá de las películas, sino recordemos las giras del cineasta con la banda de músicos. Hasta en su documental sobre Maradona hay que ponerle sus trompetas y sus comparsas para darle el toque balcánico. Es como si el cineasta buscara agotar su exitosa idea de lo comunal a través de la música de Goran Bregovic, y trasladarlo más allá de lo festivo y ritual. Pero ya pierde novedad y gracia.
Kusturica estuvo bueno, para ahora se lo dejo a mi memoria.
De acuerdo! Es la primera vez que leo una crítica con la que coincido sobre Kusturica. Estuvo bien, por un momento, pero Kusturica una y otra vez ya no es lo mismo que la primera vez que vi Underground a mediados de los 90 en el Pacífico, cuando me pareció espectacular y me hizo buscar más películas suyas para ver. Luego, Papá salió en un viaje de negocios y Tiempo de Gitanos todavía me sacaron una sonrisa de satisfacción, pero ya en Gato Negro, Gato Blanco, me iba cansando y la de Maradona... pfff, y ahora en realidad tengo un poco de miedo de ver por tercera vez Underground y darme cuenta que lo de GN, GB no es pura coincidencia. Pero si pienso por qué me pasa esto, creo que no es por lo particularmente largo ni por la música, que todavía me gusta, sino porque los ex yugoslvos sin dientes, que viven en un mundo surreal, ya no me entretienen igual. Creo que es un recurso que ha explotado demasiado y que le falta demostrar que es bueno en otras temáticas o con otros instrumentos para entretener.
ResponderEliminarSaludos y felicitaciones por el blog.
Verónica Zapata.