12.3.11

El peleador de David O. Russell















El box es mi placer culposo. Monzón, Mano de Piedra Durán, Tyson, Foreman también fueron parte de la infancia compartida con mi padre, quien era amante de este deporte de contacto. Ya con los años fui perdiendo la costumbre de ver las peleas en la tele, cosa que era común los sábados por la noche durante buena parte de los años ochenta. Es decir, una que otra vez entoné con las peleas programadas en HBO, pero así, de modo casi discreto, como de "quien no quiere la cosa".

Por ende, las películas sobre boxeadores siempre me significaron un modo de conectarme con esta afición, desde Marcado por el odio de Robert Wise, pasando por El toro salvaje de Scorsese, Rocky de John G. Avildsen, Gatica el Mono de Leonardo Favio hasta Million Dollar Baby de Clint Eastwood, para mencionar algunos ejemplos. A estas menciones se une, El peleador, (EEUU, 2010) una excelente película, que precisamente nos acerca al personaje de "Irish" Micky Ward (Mark Walhberg) a través de una cámara que registra las peleas de modo televisivo, con goce de la textura del digital y con poco timoratos primeros planos en combate.


El peleador parece una convencional película de box, una cinta de aprendizaje de un joven en ascenso, que tiene que lidiar con Dicky, su entrenador y hermano adicto al crack (un estupendo Christian Bale) y con su neurótica madre Alice, encarnada por una mimetizada Melissa Leo, para poder salir del anonimato. Sin embargo, el guión permite engranar una problemática más allá del ring del box, centrada en el retrato de los dos protagonistas en una relación de dependencia filial, propiciada por lazos de poder con la madre protectora y modeladora de vida de sus hijos en extremo. Este ingreso al núcleo familiar, mostrada de manera notable en la escena inicial de la reunión en el bar,una suerte de matriarcado liderado por la madre de aspecto juvenil y secundado por siete hermanas feas y solteras, va a permitir un cuestionamiento sobre el rol de la familia dentro de la carrera del boxeador, ya como traba al éxito deportivo.


David O. Russell tiene claro que la película se sostiene en las actuaciones de Bale y Walhberg, es decir, en la dicotomía que establecen en su acercamiento y distaciamiento, en su seca relación de entrenador fallido y de discípulo mudo. Mientras, el encuentro de Walhberg y Amy Adams es el punto de quiebre, el trueque figurativo de la figura maternal.


El típico retrato del boxeador maldito (lúmpen, de personalidad violenta o tanática, adicto) aquí es el contraejemplo. Bale despide gestos sublimes, caminar desquiciado, habla fresca, autoestima nostálgica, el viejo sueño del peleador irrepetible. Y en la otra esquina, Wahlberg extremadamente físico, de espalda sudorosa, de training hiperinflado y responsable de una personalidad fácilmente influenciable, impedido de romper con los trazos familiares y funestos.


Las peleas tienen la sensibilidad del propio movimiento de la contienda, del boxeador loser tocado por un halo de gracia en el minuto final. El "cabeza-cuerpo, cabeza-cuerpo", una suerte de "encerar-pulir" a lo Karate Kid, define una pobre estrategia de combate, inverosímil como descriptor de una técnica que lleva al triunfo, sin embargo, es el lema del vínculo filial establecido, el "ábrete sésamo" que funciona como adrenalina en el hermano domable. El peleador asumido como máquina de estímulos pavlovianos y eso es lo que emociona.


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