Corría el año 1984, y mi madre creyendo que se trataba de una cinta con las mismas características que La guerra de las galaxias, me llevó a ver Duna. La situación no sería extraña si no hubiera tenido en ese entonces seis años. Después de la proyección quedaría en mi memoria, en un lugar especial, el nombre de David Lynch, por haber legado a mis pesadillas a un par de personajes tan crueles como inquisidores. Quedé maravillada por aquel universo oscuro de mujeres: reinas calvas y niñas malas con ojos enteramente azules.
Lynch rechazó la propuesta de George Lucas de dirigir El regreso del Jedi y en cambio aceptó el contrato ofrecido por Dino de Lauretiis para hacerse cargo de Duna, mega producción basada en la novela de Frank Herbert, que según Arthur C. Clarke es la historia más rica, complicada e importante que haya surgido del género de la ciencia-ficción.
Esta tercera cinta de Lynch es un condensado de intrigas palaciegas, a los Shakespeare, mesianismo cosmológico y hoscos gusanos gigantes a domar. Duna se aleja notablemente de las demás cintas de ciencia-ficción por su atmósfera decadente, obtusa, críptica. Lynch crea el espacio para los choques entre tribus de ideales medievales, un collage, posmoderno de zares, emperatrices, brujas, coroneles en escenarios barrocos pero también estrambóticos. El caracter anacrónico.
La idea de avance y tecnología que se tiene del cine futurista no tiene aquí egos. Los robots más sofisticados se mueven como sacacorchos y son nada más que autómatas deslucidos. Una nave espacial luce paredes de cuero y pan de oro. Un adolescente ávido de la Sci-fi más portentosa desdeñaría sus FX. No hay mutantes ni ET, sólo seres humanos en castas, que sobrevive a una clua de poderes.
Los personajes tienen perfil pobre (un defecto, ya que algunos aparecen en únicas escenas,) y son buenos y malos, y es precisamente en el campo dentro de estos últimos, donde encontramos al Lynch de siempre. Por eso son memorables los Harkonnen, encabezados por el barón torvo e inflado, que encarna Keneth McMillan, inolvidable en una escena en su palacio dontde trata sus pústulas faciales.
Duna se ha convertido en una película de culto, tanto por ser una malversación de la obra de Herbert, casi un agravio, producto de un guión de dos horas cuando la novela pedía por lo menos un trilogía, como por los serios problemas de conctinuidad narrativa, el uso de una voz en off explicativa y por los efectos especiales mecánicos.
Esta tercera cinta de Lynch es un condensado de intrigas palaciegas, a los Shakespeare, mesianismo cosmológico y hoscos gusanos gigantes a domar. Duna se aleja notablemente de las demás cintas de ciencia-ficción por su atmósfera decadente, obtusa, críptica. Lynch crea el espacio para los choques entre tribus de ideales medievales, un collage, posmoderno de zares, emperatrices, brujas, coroneles en escenarios barrocos pero también estrambóticos. El caracter anacrónico.
La idea de avance y tecnología que se tiene del cine futurista no tiene aquí egos. Los robots más sofisticados se mueven como sacacorchos y son nada más que autómatas deslucidos. Una nave espacial luce paredes de cuero y pan de oro. Un adolescente ávido de la Sci-fi más portentosa desdeñaría sus FX. No hay mutantes ni ET, sólo seres humanos en castas, que sobrevive a una clua de poderes.
Los personajes tienen perfil pobre (un defecto, ya que algunos aparecen en únicas escenas,) y son buenos y malos, y es precisamente en el campo dentro de estos últimos, donde encontramos al Lynch de siempre. Por eso son memorables los Harkonnen, encabezados por el barón torvo e inflado, que encarna Keneth McMillan, inolvidable en una escena en su palacio dontde trata sus pústulas faciales.
Duna se ha convertido en una película de culto, tanto por ser una malversación de la obra de Herbert, casi un agravio, producto de un guión de dos horas cuando la novela pedía por lo menos un trilogía, como por los serios problemas de conctinuidad narrativa, el uso de una voz en off explicativa y por los efectos especiales mecánicos.
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