16.1.11

Los viajes de Gulliver de Rob Letterman














Es inútil hablar del destrozo que se hace de la obra de Jonathan Swift en esta cinta del  director estadounidense y animador de Dreamworks, Rob Letterman, ya que no pretende ser fiel al relato literario, sino sólo una comedia de disparates y poca lógica basada en los perfiles de los personajes. Aquí Gulliver vive en pleno siglo XXI en una Nueva York que imita ser ese mundo de juguete y de miniaturas (tal como se presenta en los primeros minutos de los créditos), donde todo se concentra en el espacio de una redacción de un diario.

Jack Black es Lemuel Gulliver, encargado de distribuir la correspondencia en un medio periodístico, sin más pretensiones que vivir el día a día y jugar el Guitar hero en horas de trabajo. De pronto, motivado por un ascenso y por enamorar a una editora de la sección Viajes, decide aceptar una comisión al Triángulo de las Bermudas, para llegar por error a Liliput, pequeño reino donde lo toman por "bestia" gigante.

Black llega a Liliput y gracias al desconocimiento de los habitantes del país en miniatura, él se hace pasar por presidente, por protagonista de las historias más inverosímiles, como  las del Titanic o Star wars. La gracia de esta cinta de Letterman está en las diferentes referencias al mundo pop de este nuevo Gulliver, algo freak, torpe, que se alimenta de la música de Kiss y de los juegos de PS3.

Si bien la historia trata de mostrar a Liliput como un lugar de seres extraños, edulcorados, propio de la vida "monárquica" de etiquetas y protocolos, a través de la caricatura y el cliché, el filme mantiene su lado desgarbado y cómico en la misma figura de Jack, un gigante panzón a quien le construyen una casa a la medida de sus necesidades (sala de cine, sala para jugar Guitar hero, cocina).

Apena la construcción de la historia de amor con Emily Blunt, de lo más antojadiza, que se enlaza con toda este mensaje  de "amor y paz" para resolver los conflictos bélicos de Liliput y los reinos cercanos. Los viajes de Gulliver queda en la anécdota.

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